Ella me miró, con lágrimas descendiendo por su pálido rostro.
—No he tomado nada para comer en… mil a?os —sollozó.
Me sentí como si me hubieran golpeado en el estómago.
—?Quieres un poco de azúcar?
Todavía llorando, sacudió la cabeza.
Cuando volví a girarme, encontré a Ivy esperándome.
—No puede quedarse aquí, Rachel —dijo la vampiresa, arrugando las cejas.
—Estará bien —susurré, horrorizada de que Ivy estuviera dispuesta a echarla—. Bajaré mi vieja cama plegable del campanario y la colocaré en el cuarto de estar. Tengo algunas camisetas viejas que puede usar hasta que la lleve de compras.
Jenks hizo vibrar sus alas para llamar mi atención.
—?Y luego qué? —dijo desde el grifo.
Hice un gesto de frustración.
—No lo sé. Ya está mucho mejor. Hace media hora ni siquiera hablaba. Miradla ahora.
Nos dimos la vuelta para encontrar a Ceri sollozando en silencio y bebiéndose el té a peque?os y solemnes sorbos mientras las chicas pixie revoloteaban sobre ella. Había tres que acariciaban su largo pelo rubio mientras otra le cantaba.
—De acuerdo —dije al girarnos de nuevo—. Era un mal ejemplo.
Jenks sacudió su cabeza.
—Rache, de verdad que me siento mal por ella, pero Ivy tiene razón. No puede quedarse aquí. Necesita ayuda profesional.
—?De veras? —repliqué de forma beligerante, sintiendo que me encendía—. No he oído hablar de sesiones de terapia de grupo para familiares de demonio retirados, ?y tú?
—Rachel… —me tranquilizó Ivy.
Un repentino grito de las ni?as pixie hizo que Jenks se elevase desde el grifo. Su mirada nos ignoró y fue a posarse en sus chicas mientras descendían sobre el ratón, que finalmente había salido disparado hacia el cuarto de estar, encontrándose con su particular infierno personal.
—Disculpadme —nos dijo antes de salir volando para rescatarlo.
—No —lo advertí a Ivy—. No voy a dejarla tirada en un manicomio.
No estoy diciendo que debas hacerlo. —El pálido rostro de Ivy había empezado a tomar color, y el borde marrón de sus ojos se encogía a la vez que el calor de mi cuerpo aumentaba y me hervía la sangre, despertando sus instintos—. Pero no puede quedarse aquí. Esa mujer necesita normalidad y, ?sabes, Rachel?, nosotras no se la podemos ofrecer.
Tomé aliento para protestar, y luego lo exhalé. Con el ce?o fruncido, miré hacia Ceri. Se enjugaba los ojos, con su mano envolviendo temblorosa la taza, lo que producía anillos en la superficie del té. Mis ojos se movieron hacia los ni?os pixie, quienes discutían sobre quién se iba a montar primero en el ratón. Fue la peque?a Jessie, y la diminuta pixie chilló de emoción cuando el roedor salió disparado de la cocina con ella montada en su lomo. Todos la siguieron dejando un destello de chispas doradas, excepto Jih. Puede que Ivy estuviese en lo cierto.
—?Qué quieres que haga, Ivy? —pregunté con calma—. Le pediría a mi madre que la acogiera, pero ella misma se encuentra a un paso de ingresar en un manicomio.
Jenks regresó zumbando.
—?Qué hay de Keasley?
Miré a Ivy, sorprendida.
—?El anciano que vive al otro lado de la calle? —espetó Ivy con desconfianza—. No sabemos nada acerca de él.
Jenks aterrizó sobre el alféizar, junto al se?or Pez, y apoyó las manos en sus caderas.
—Es viejo y tiene ingresos fijos. ?Qué más hay que saber?
Mientras Ceri meditaba, sopesé la idea en mi cabeza. Me gustaba el viejo brujo, cuyo pausado discurso escondía una aguda sabiduría y una elevada inteligencia. Me había suturado después de que Algaliarept me hubiese cortado en el cuello. También había suturado mi voluntad y mi confianza. Aquel hombre artrítico ocultaba algo, y no pensaba que su verdadero nombre fuese Keasley, ni me creía su historia de que disponía de más equipamiento médico que una sala de urgencias porque no le gustaban los médicos. Sin embargo, confiaba en él.
—No le gusta la policía y sabe mantener la boca cerrada —afirmé, pensando que era el idóneo. Entornando los ojos, miré a Ceri, quien hablaba con Jih en un tono muy bajo. Los ojos de Ivy mostraban duda e incomodidad; tomé la iniciativa—. Voy a llamarle —a?adí antes de indicarle a Ceri con un gesto que volvería enseguida y me dirigí al salón en busca del teléfono.
3.
—Ceri —dijo Jenks mientras yo le daba al interruptor y preparaba una cafetera—. Si el té te hace llorar, tienes que probar las patatas fritas. Ven aquí, te ense?aré a usar el microondas.