Antes bruja que muerta

Unos cuantos millones al a?o. Calderilla para los asquerosamente ricos. Inquieta, le eché un vistazo al escritorio de Lee y decidí que tampoco me iba a enterar de nada nuevo examinando sus cajones.

 

—Vosotros, bueno, ?supervisáis los niveles de azufre que producís?

 

La expresión de Trent se hizo cauta, como si estuviera tomando una decisión, y se pasó la mano por el pelo para aplastarlo.

 

—Con mucha atención, se?orita Morgan. No soy el monstruo que te gustaría que fuera. No me dedico a matar gente, me dedico al negocio de la oferta y la demanda. Si no lo produjera yo, lo haría otro y no sería un producto seguro. Morirían a miles. —Le echó un vistazo a la puerta y descruzó las piernas para poner los dos pies en el suelo—. Te lo garantizo.

 

Pensé en Erica. La idea de que muriese por ser uno de los miembros débiles de la especie me parecía intolerable. Pero si era ilegal, era ilegal. Tropecé con los pendientes de oro de Trent cuando me metí un mechón de cabello tras la oreja.

 

—Me da igual lo bonitos que sean los colores que usas para pintar tu cuadro, sigues siendo un asesino. Faris no murió de una picadura de abeja.

 

Trent frunció el ce?o.

 

—Faris iba a darle sus archivos a la prensa.

 

—Faris era un hombre asustado que quería mucho a su hija.

 

Me puse una mano en la cadera y lo vi removerse. Era muy sutil: la tensión de la mandíbula, el modo en que se miraba las u?as bien cuidadas, la falta de expresión.

 

—Bueno, ?y por qué no me matas a mí? —pregunté—. ?Antes de que haga lo mismo? —El corazón me latía muy deprisa y tenía la sensación de que estaba al borde del abismo.

 

Trent sonrió y se deshizo aquella imagen de capo de las drogas profesional y bien vestido.

 

—Porque tú no vas a ir a la prensa —dijo en voz baja—. Caerías conmigo y para ti, la supervivencia es más importante que la verdad.

 

Me puse roja.

 

—Cállate, anda.

 

—No es ningún defecto, se?orita Morgan.

 

—?Que te calles!

 

—Y sabía que al final terminarías trabajando conmigo.

 

—No pienso hacerlo.

 

—Ya lo estás haciendo.

 

Le di la espalda, tenía el estómago revuelto. Miré el río congelado sin ver nada y de repente fruncí el ce?o. Había tanto silencio que podía oír el latido acelerado de mi corazón, ?por qué estaba todo tan tranquilo?

 

Me giré en redondo sujetándome los codos con las manos. Trent, que se estaba colocando la raya del pantalón, levantó la cabeza. Su mirada fue de curiosidad al ver mi expresión asustada.

 

—?Qué? —dijo con cautela.

 

Di un paso hacia la puerta con una sensación de irrealidad, como si estuviera desconectada del mundo.

 

—Escucha.

 

—No oigo nada.

 

Estiré la mano y moví el pomo.

 

—Ese es el problema —dije—. El barco está vacío.

 

Hubo un instante de silencio. Trent se levantó y su traje emitió un frufrú agradable. Parecía más preocupado que alarmado cuando se bajó las mangas y se adelantó. Me quitó de en medio con un peque?o empujón y probó el pomo.

 

—?Qué pasa, crees que va a funcionar contigo cuando no funciona conmigo? —dije, lo cogí por el codo y lo aparté de la puerta. Levanté una pierna sin perder el equilibrio, contuve el aliento y le di una patada a la jamba; menos mal que hasta los barcos de lujo intentaban mantenerlo todo lo más ligero posible. El tacón atravesó directamente la madera ligera y se me enganchó el pie. Las tiras de mi precioso vestido quedaron colgando y se agitaron cuando salté a la pata coja hacia atrás para soltarme, sin mucho garbo, por cierto.

 

—?Eh! ?Espera! —exclamé cuando Trent quitó las astillas del agujero y metió la mano por él para abrir la puerta desde fuera. Hizo caso omiso de mí, abrió la puerta y salió disparado al pasillo.

 

—?Maldita sea, Trent! —siseé tras recuperar mi bolsito de mano y seguirlo. Lo alcancé con el tobillo dolorido al pie de las escaleras. Estiré el brazo y lo eché hacia atrás con una sacudida antes de clavarle el hombro en la pared del estrecho pasillo—. ?Qué estás haciendo? —dije a escasos milímetros de sus ojos coléricos—. ?Así es como tratas a Quen? ?No sabes lo que hay ahí fuera y, si mueres, la que paga soy yo, no tú!

 

No dijo nada, tenía la mandíbula apretada y los ojos verdes llenos de rabia.

 

—Y ahora mete ese culo flaco detrás del mío y no lo saques —le dije con un empujón.