Antes bruja que muerta

—Creí que ese ya lo habíamos tirado —dijo y yo hice una mueca, sabía que estaba intentando que creyera que era feo. Pero no lo era. El ce?ido corsé y la falda a juego eran de lo más elegantes, la tela era suave al tacto y lo bastante gruesa para abrigarte en invierno pero sin constre?irte. Era de un reluciente color negro cuando lo saqué a la luz. La falda caía hasta el suelo pero estaba dividida en una multitud de franjas estrechas a partir de la rodilla así que me revolotearía alrededor de los tobillos. Y con las aberturas tan altas, la pistola de hechizos y su muslera me quedarían al alcance de la mano. Era perfecto.

 

—?Es adecuado? —pregunté mientras lo sacaba con la percha y lo colgaba encima de mi conjunto. Levanté la cabeza cuando no dijo nada y me encontré un rostro crispado.

 

—Servirá. —Se llevó la pulsera del reloj a los labios, apretó un botón y habló por aquella pasada de comunicador que recordé que tenía allí—. Que la flor sea negra y dorada —murmuró. Después le echó un vistazo a la puerta y a?adió—: Voy a sacar las joyas a juego de la caja fuerte.

 

—Tengo mis propias joyas —dije, aunque después dudé un momento, prefería no ver la pinta que tendría mi bisutería de imitación encima de una tela como aquella—. Pero vale —me corregí, incapaz de mirarlo a los ojos.

 

Jonathan carraspeó con intención.

 

—Mandaré a alguien para que te maquille —a?adió al salir. Aquello sí que era insultante.

 

—Puedo retocarme mi propio maquillaje, muchas gracias —dije en voz alta tras él. Llevaba un maquillaje normal encima del hechizo de complexión que ocultaba los restos de mi ojo a la funerala, todavía en proceso de recuperación, y no quería que nadie lo tocara.

 

—Entonces solo tengo que llamar al peluquero para que haga algo con tu pelo —resonó el eco de Jonathan.

 

—?A mi pelo no le pasa nada! —Grité. Me miré en uno de los espejos y me toqué los rizos sueltos que empezaban a encresparse—. No le pasa nada —a?adí en voz más baja—. Acabo de arreglármelo. —Pero lo único que oí fue la risa burlona de Jonathan y el sonido de una puerta al abrirse.

 

—No pienso dejarla sola en la habitación de Ellasbeth —dijo la voz de ultratumba de Quen en respuesta al murmullo de Jonathan—. La mataría.

 

Alcé las cejas. ?Quería decir que yo mataría a Ellasbeth o que Ellasbeth me mataría a mí? Ese tipo de detalles son importantes.

 

Me giré al ver la silueta de Quen en la puerta que llevaba al ba?o.

 

—?Me vas a hacer de ni?era? —dije mientras cogía la combinación y las medias y me llevaba el vestido negro tras el biombo.

 

—La se?orita Ellasbeth no sabe que estás aquí —dijo—. No me pareció necesario contárselo porque ya ha vuelto a casa, pero no es la primera vez que cambia de planes sin avisar.

 

Le eché un vistazo al papel de arroz que había entre Quen y yo y después me quité las deportivas de una patada. Me sentía vulnerable y bajita pero me quité la ropa con un par de meneos y la doblé en lugar de dejarla tirada en un montón arrugado como solía hacer.

 

—Te pone eso de contar solo lo imprescindible, ?eh? —dije, y le oí hablar en voz baja con alguien que acababa de entrar—. ?Qué es lo que no me estás contando?

 

La segunda persona, invisible, se fue.

 

—Nada —dijo Quen con aspereza.

 

Ya, seguro.

 

El vestido estaba forrado de seda y ahogué un gemido cuando me deslicé en él. Miré el borde y decidí que con las botas la caída sería perfecta. Después fruncí el ce?o y dudé un segundo. Las botas no le irían muy bien. Con un poco de suerte Ellasbeth calzaría un treinta y seis y esa noche los golpes se podrían dar con los tacones puestos. El corsé me dio algún que otro problemilla y al final dejé de intentar subir los últimos centímetros de la cremallera.

 

Me eché un último vistazo y me metí el amuleto de complexión en la cintura, junto a la piel. Con la pistola de hechizos en la muslera, salí de detrás del biombo.

 

—?Me subes la cremallera, cielo? —le pedí con tono ligero, y me gané lo que me pareció una de las escasas sonrisas de Quen. Asintió y le di la espalda—. Gracias —dije cuando terminó.

 

Se giró hacia la mesa y las sillas y se inclinó para coger una flor que no estaba allí cuando yo me había metido detrás del biombo. Era una orquídea negra envuelta en una cinta verde y dorada. Se irguió, cogió el broche y dudó cuando miró el tirante estrecho del vestido. Supe de inmediato el dilema en el que estaba pero no pensaba ayudarlo ni un poco.

 

El rostro marcado de Quen se crispó. Con los ojos clavados en el vestido, apretó los labios.

 

—Disculpa —dijo mientras estiraba las manos. Me quedé inmóvil, sabía que no me tocaría a menos que no le quedara más remedio. Había tela suficiente para prender la flor pero tendría que poner los dedos entre el broche y yo. Exhalé y vacié los pulmones para darle una pizca más de espacio.

 

—Gracias —dijo en voz baja.

 

Tenía el dorso de la mano frío y contuve un estremecimiento. Intenté no moverme mucho y me puse a mirar al techo. Cruzó mi rostro una leve sonrisa que creció cuando Quen terminó de prenderme la orquídea y dio un paso atrás con un suspiro de alivio.

 

—?Hay algo que te haga mucha gracia, Morgan? —dijo con tono agrio.

 

Dejé caer la cabeza y lo miré entre los mechones marchitos.

 

—La verdad es que no. Es que me recordaste a mi padre… solo por un minuto.