—Voy a avisarlo —dijo el jefe de seguridad. Le lanzó a Jonathan lo que me pareció una mirada de advertencia antes de regresar sobre sus pasos hasta el segundo piso y desvanecerse en una zona invisible de la casa.
Dejé la cazadora y la bolsa de la ropa en un sofá de cuero y fui girando poco a poco. Desde allí abajo la chimenea parecía más grande todavía. No estaba encendida y tuve la sensación de que podría meterme en el hogar sin tener que agacharme. Al otro lado de la habitación había un escenario bajo con amplificadores incrustados y un juego de luces. Delante se extendía una pista de baile de buen tama?o rodeada de mesas de cóctel.
Oculta y acogedora bajo el refugio de la balconada del segundo piso había una barra larga, con la madera bien pulida y el cromo reluciente. También había más mesas, más grandes y más bajas. Unas macetas enormes repletas de un follaje de color verde oscuro que podían florecer con luz más tenue las rodeaban para proporcionarles una intimidad de la que carecía aquel salón de planta abierta.
El ruido de la catarata se había retirado a toda prisa hasta convertirse en un burbujeo de fondo imperceptible, entonces me envolvió la quietud de la sala. No había sirvientes, nadie que se moviera por la sala, ni siquiera una vela típica de las festividades o un plato de dulces. Era como si aquella habitación estuviera atrapada en el hechizo de un cuento de hadas, a la espera de que alguien la despertara. No me parecía que se hubiera usado para lo que estaba dise?ada desde la muerte del padre de Trent. Once a?os era mucho tiempo para estar en silencio.
Me sentí en paz en el silencio de la habitación, cogí aire poco a poco y me giré para encontrarme con Jonathan, que me miraba con desagrado. La leve tensión de su mandíbula me hizo mirar al lugar por el que había desaparecido Quen. Una sonrisa ligera me crispó la comisura de los labios.
—Trent no sabe lo que habéis tramado vosotros dos, ?verdad? —dije—. Cree que es Quen el que va con él esta noche.
Jonathan no dijo nada pero el espasmo de uno de sus ojos me dio la razón. Esbocé una sonrisa engreída y dejé el bolso en el suelo, junto al sofá.
—Apuesto a que Trent podría dar una fiesta de padre y muy se?or mío —apunté con la esperanza de que dijera algo. Jonathan no dijo nada. Rodeé una mesa baja de café y me planté con las manos en las caderas delante de la ?ventana?.
Mi aliento hizo rizarse la lámina de siempre jamás. Incapaz de resistirme, la toqué. Quité la mano de repente y ahogué un grito. Me atravesó una sensación extra?a, como si algo me atrajera, y me sujeté una mano con la otra como si me hubiera quemado. Estaba fría. La lámina de energía estaba tan fría que quemaba.
Volví la cabeza y miré a Jonathan, esperaba ver una sonrisa engreída pero se había quedado mirando el ventanal con una expresión de sorpresa en su larga cara.
Seguí su mirada con los ojos y sentí un nudo en el estómago cuando me di cuenta que la ventana ya no era transparente sino que lucía unos cuantos torbellinos de tonos ambarinos y dorados. Mierda. Había asumido el color de mi aura. Era obvio que Jonathan no se lo esperaba. Me pasé la mano por mi nuevo corte de pelo.
—Eh… vaya.
—?Qué le has hecho a la ventana? —exclamó.
—Nada. —Di un paso atrás con aire culpable—. Solo la toqué, nada más. Lo siento.
Los rasgos ganchudos de Jonathan adquirieron un aspecto más desagradable todavía y se me acercó con pasos largos y bruscos.
—Maldita arpía. ?Mira lo que le has hecho a la ventana! No pienso permitir que Quen te confíe la seguridad del se?or Kalamack esta noche.
Empecé a ponerme roja y encontré una válvula de escape fácil para mis apuros, los convertí en rabia.
—Oye, que esto no ha sido idea mía —le solté—. Y ya me he disculpado por lo de la ventana. Tendrás suerte si no os denuncio por da?os y perjuicios.
Jonathan cogió aire con estrépito.
—Si le pasa algo por tu culpa, te…
Me invadió la cólera, alimentada por el recuerdo de los tres días en el infierno que había pasado por culpa de sus tormentos.
—Cállate ya —siseé. Me molestaba que fuera más alto que yo así que me subí a la mesita de café más cercana—. Ya no estoy en una jaula —dije aunque mantuve la suficiente presencia de ánimo como para no darle en el pecho con el índice. En su rostro se dibujó una expresión sorprendida y luego colérica—. Lo único que impide que tu cabeza y mi pie se hagan íntimos amigos ahora mismo es mi más que cuestionable profesionalidad. Y si vuelves a amenazarme, te voy a mandar de una patada al otro lado de la sala antes de que puedas decir ?lápiz del número dos?. ?Estamos, maldito monstruo de la naturaleza?
Frustrado, apretó los pu?os con fuerza.