—No te muevas. —Me soltó el pie y me sujetó contra la encimera.
Me removí y le escupí pero me tenía contra la encimera y no podía hacer nada. Me entró el pánico cuando oí el ruido metálico de los cortes. Se convirtió en bruma, me soltó y caí al suelo.
Me levanté como pude sujetándome el pelo.
—?Para! ?Que pares! —grité, me debatía entre la alegría del demonio y el mechón que me había cortado. Maldita fuera, eran por lo menos diez centímetros—. ?Sabes cuánto tiempo me lleva dejarme crecer el pelo?
Al le lanzó a Ceri una mirada de soslayo, las tijeras habían desaparecido y había dejado caer mi pelo en la poción.
—?Lo que le preocupa es el pelo?
Mi mirada salió disparada hacia los cabellos rojos que flotaban sobre el brebaje de Al y allí plantada, con el jersey empapado, me quedé helada. Al no estaba preparando aquella poción para darme más de su aura. Era para que yo le diera la mía.
—?Oh, mierda, no! —exclamé dando un paso atrás—. ?No pienso darte mi aura!
Al cogió una cuchara de cerámica de la rejilla que colgaba sobre la encimera de la isleta central y hundió los mechones de pelo. Tenía una elegancia refinada con su terciopelo y su encaje, cada centímetro de su persona tan pulcro y gallardo como no era humanamente posible.
—?Es eso una negativa, Rachel? —murmuró—. Por favor, dime que lo era.
No había nada que yo pudiera hacer. Nada.
Sonrió todavía más.
—Y ahora tu sangre para avivarla, amor.
Con el pulso acelerado, miré la aguja que tenía entre el índice y el pulgar y después la tinaja. Si echaba a correr, era suya. Si hacía lo que me pedía, podría utilizarme a través de las líneas. Mierda, mierda y más mierda todavía.
Dejé de pensar y cogí la aguja de plata deslustrada. Se me secó la boca al sentir su peso sólido en la mano. Era tan larga como la palma de mi mano y estaba muy labrada. La punta era de cobre para que la plata no interfiriera con el hechizo. La miré más de cerca y sentí que me daba vueltas el estómago. Había un cuerpo desnudo y retorcido alrededor del ojo de la aguja.
—Que Dios me ayude —susurré.
—No te escucha. Está muy ocupado.
Me puse rígida. Al se había acercado a mí por detrás y me susurraba al oído.
—Termina la poción, Rachel. —Su aliento me quemaba la mejilla, me tiró del pelo pero no me pude mover. Me invadió un escalofrío cuando ladeó la cabeza y se inclinó hacia mí—. Termínala… —dijo sin aliento, me rozaba la piel con los labios. Olí el almidón y la lavanda.
Con los dientes apretados, cogí la aguja con fuerza y me la clavé. Exhalé el aliento que había estado conteniendo y cogí otra bocanada. Creí oír a Ceri llorando.
—Tres gotas —susurró Al acariciándome el cuello con la nariz.
Me dolía la cabeza. Con la sangre desbocada sostuve el dedo sobre la tinaja y vertí tres gotas. Se alzó el aroma a secuoya, que por un momento anuló el hedor empalagoso del ámbar quemado.
—Mmm, qué sustancioso. —Me envolvió la mano con la suya y recuperó la aguja. Se desvaneció en un borrón de siempre jamás antes de que sus manos me sujetaran mi dedo ensangrentado—. ?Me dejas probar un poquito?
Me alejé todo lo que pude de él, con el brazo estirado entre los dos.
—No.
—?Déjala en paz! —rogó Ceri.
Poco a poco Al me fue soltando. Me observó y una nueva tensión se alzó en él.
Liberé la mano de un tirón y puse más distancia entre los dos. Me rodeé con los brazos, con todas mis fuerzas, muerta de frío a pesar del calor que me calentaba los pies descalzos.
—Súbete al espejo —dijo, con el rostro inexpresivo tras las gafas ahumadas.
Mi mirada salió disparada al que me esperaba en el suelo.
—No… no puedo —susurré.
Apretó los labios finos y yo hice rechinar los dientes para no decir nada cuando me cogió y me subió encima. Cogí una bocanada de aire y abrí mucho los ojos cuando sentí que me deslizaba cinco centímetros en el interior del espejo.
—Oh, Dios, oh, Dios —gemí, estaba deseando sujetarme a la encimera pero Al estaba en medio, con una gran sonrisa.
—Aparta tu aura —dijo.
—No puedo —jadeé, estaba empezando a hiperventilar.
Al se bajó las gafas por la nariz y me miró por encima de ellas.
—Da igual. Se está disolviendo como azúcar entre la lluvia.
—No —susurré. Empezaron a temblarme las rodillas y empeoraron las palpitaciones que sentía en la cabeza. Podía percibir cómo se me escapaba el aura y a Al apoderándose un poco más de mí.
—Estupendo, magnífico —dijo Al con los ojos de cabra clavados en el espejo.