—Suéltame —dije con voz tensa—. No eres Ivy y no me interesa.
Los ojos negros y llenos de pasión de Ivy se entrecerraron pero la atención de Al se había clavado en algo que estaba detrás de mí y no me pareció que fuera por nada que yo hubiera dicho. Me soltó y tropecé antes de recuperar el equilibrio. Un brillo trémulo de siempre jamás cayó como una cascada sobre él y fundió sus rasgos, que recuperaron su aspecto habitual de un joven lord británico del siglo XVIII. Volvía a llevar unas gafas que ocultaban sus ojos y se las ajustó sobre el puente delgado de la nariz.
—Qué maravilla —dijo, su acento también había cambiado—. Ceri.
Se oyó el estrépito distante de la puerta principal al abrirse de repente.
—Rachel —dijo su voz, aguda y asustada—. ?Está a este lado de las líneas!
Giré en redondo, con el corazón desbocado. Cogí aire para advertirle, pero ya era demasiado tarde. Dejé caer la mano estirada cuando Ceri se precipitó en la habitación; su sencillo vestido blanco se arremolinó alrededor de sus pies descalzos al cruzar corriendo el umbral. Con los ojos verdes muy abiertos y llenos de dolor, se llevó una mano al pecho, sobre el crucifijo de Ivy.
—Rachel… —dijo sin aliento, la consternación le hundía los hombros.
Al dio un paso y ella giró dibujando el círculo propio de una bailarina, con los dedos de los pies estirados y el cabello suelto enrollándose. Recitó un poema que nadie oyó salpicado de oscuridad y una oleada de energía de línea cayó como una cascada entre nosotros. Muy pálida y cruzada de brazos, Ceri se quedó mirando a Al, temblando dentro de su peque?o círculo.
El imponente demonio esbozó una sonrisa radiante y se colocó el encaje del cuello.
—Ceri. Me alegro tanto de verte, es estupendo. Te echo de menos, amor —dijo casi con un ronroneo.
La barbilla de la joven estaba temblando.
—Destiérralo, Rachel. —Era obvio que estaba muerta de miedo. Intenté tragar saliva, pero sin mucho éxito.
—Invoqué una línea. Encontró precedentes. Tiene una tarea para mí.
Los ojos de Ceri se abrieron todavía más.
—No…
Al frunció el ce?o.
—Hace mil a?os que no voy a la biblioteca. Estaban susurrando a mis espaldas, Ceri. Tuve que renovar la tarjeta. Fue de lo más embarazoso. Todo el mundo sabe que te has ido. Me hace el té Zoé. El té más horrible que he probado jamás, no puede sujetar la cuchara del azúcar solo con dos dedos. Tienes que volver. —Su agradable rostro se arrugó con una sonrisa—. Haré que te merezca la pena, incluso el alma.
Ceri dio una sacudida.
—Me llamo Ceridwen Merriam Dulcíate —dijo con tono arrogante y la barbilla alta.
A Al se le escapó un sonido áspero, como una carcajada. Se quitó las gafas y apoyó un codo en la encimera.
—Ceri, sé un cielo y haznos un poco de té, ?quieres? —murmuró con la mirada burlona clavada en la mía.
Me desesperé al ver a Ceri bajar la cabeza y dar un paso. Al lanzó una risita cuando la joven lanzó un grito de asco y se detuvo al borde del círculo. Se puso furiosa y apretó los pu?os diminutos.
—No es tan fácil cambiar de costumbres —se burló el demonio.
Me empezó a invadir la bilis. A pesar de todo, Ceri seguía siendo suya.
—Déjala en paz —gru?í.
Una mano blanca enguantada salió de la nada y me golpeó. Giré contra la encimera con la mandíbula ardiéndome. Ahogué un grito y me encorvé con el pelo cayéndome por la cara. Empezaba a cansarme de aquello.
—?No le pegues! —dijo Ceri, con voz aguda y virulenta.
—?Es que te molesta? —dijo el demonio con tono ligero—. El dolor la conmueve más que el miedo. Pero mejor, el dolor te mantiene vivo más tiempo que el miedo.
Mi dolor se convirtió en rabia. Con las cejas alzadas, Al me desafió a protestar cuando pude respirar otra vez. Sus ojos de cabra se deslizaron hacia la tina que se había traído, grande como una cabeza.
—Vamos a empezar, ?te parece?
Miré la olla y reconocí el brebaje por el olor. Era el que se utilizaba para convertir a una persona en familiar. El miedo me provocó escalofríos y me rodeé con los brazos.
—Ya estoy cubierta con tu aura —dije—. Obligarme a tomar más no va a cambiar las cosas.
—No te he pedido tu opinión.
Lo vi moverse y di un salto hacia atrás. Esbozó una gran sonrisa y me tendió la cesta que había aparecido en su mano. Olía a cera.
—Coloca las velas —me ordenó. Disfrutaba con mis rápidas reacciones.
—Rachel… —susurró Ceri, pero no podía mirarla. Había prometido ser el familiar de Al y lo iba a ser a partir de aquella noche. Destrozada, mis pensamientos volaron hacia Ivy mientras ponía las velas de color verde lechoso en los puntos marcados por el esmalte negro de u?as. ?Por qué nunca podía elegir bien?
Me tembló la mano con la última vela. Tenía agujeros en la cera, como si algo hubiera intentado romper el círculo atravesándola. Algo con unas garras grandes y feas.