Tragué saliva.
—Antes aún me gustaría saber... ?está usted seguro de que allí no me encontraré con nadie? —Aparte de las ratas y las ara?as, claro—. Mister George me entregó su anillo para que nadie me hiciera nada...
—La última vez saltaste en la sala de los documentos, que en todas las épocas ha sido siempre un espacio bastante frecuentado. Esta habitación, en cambio, está vacía. Si te comportas con calma y serenidad y no abandonas la habitación, que, de todos modos estará cerrada, seguro que no te encontrarás con nadie. En los a?os de la posguerra, esta parte de los sótanos se utilizaba raramente; en todo Londres la gente estaba ocupada en los trabajos de reconstrucción en la superficie. —Mister Whitman suspiró —. Una época emocionante...
—Pero ?y si casualmente alguien entra en la habitación justo en ese momento y me descubre allí? Al menos debería conocer la contrase?a del día.
Mister Whitman levantó las cejas ligeramente irritado.
—No va a entrar nadie, Gwendolyn. Te lo repito: aterrizarás en una habitación cerrada, permanecerás allí ciento veinte minutos y volverás a saltar de vuelta sin que nadie en el a?o 1948 se entere de nada. Si no fuera así, habría alguna referencia a tu visita en los Anales. Además, ahora no tenemos tiempo para comprobar cuál era la contrase?a de ese día.
—Lo importante es participar —dijo tímidamente mister Marley.
—?Cómo?
—La contrase?a durante los Juegos Olímpicos era: ?Lo importante es participar? —dijo mister Marley mirando al suelo cohibido—. Me fijé en esta.
En general están todas en latín.
Xemerius puso los ojos en blanco y me dio la sensación de que a mister Whitman le hubiera gustado hacer lo mismo.
—Ah, ?sí? Muy bien, Gwendolyn, ya lo has oído. No es que vayas a necesitarla, pero si con eso te sientes mejor... ?Vienes ahora, por favor?
Me coloqué ante el cronógrafo y le tendí la mano a mister Whitman.
Xemerius se posó aleteando junto a mí.
—?Y ahora? —preguntó excitado.
Ahora venía la parte desagradable. Mister Whitman, que había abierto un registro en el cronógrafo, colocó mi dedo índice en la abertura.
—Creo que me sujetaré a ti y ya está —dijo Xemerius, y se colgó como un monito de mi cuello agarrándose por detrás.
En realidad no debería haber percibido nada, pero me sentí como si alguien me envolviera en un chal mojado.
Los ojos de mister Marley estaban dilatados de emoción.
—Gracias por la contrase?a —le dije, e hice una mueca cuando una fina aguja se hundió profundamente en mi dedo y la habitación se llenó de una luz roja.
Sujeté con fuerza el mango de la linterna de bolsillo. Los colores y las personas empezaron a girar y a difuminarse ante mis ojos, y sentí una fuerte sacudida en todo el cuerpo.
De las Actas de la Inquisición del padre dominico Gian Petro Baribi Archivo de la Biblioteca Universitaria de Padua (descifrado, traducido y revisado por el doctor M. Giordano)
23 de junio de 1542. Florencia.
El director de la congregación me confía un caso inusitadamente curioso que requiere extrema discreción y delicadeza, Elisabetta, la hija menor de M., que desde hace diez a?os vive estrechamente protegida tras los muros conventuales, al parecer lleva en su vientre un súcubo, lo que da testimonio de un trato con el demonio. De hecho, yo mismo pude convencerme, durante mi visita, de la posibilidad de que la muchacha se encuentre encinta, así como del estado mental ligeramente confuso de la susodicha. Mientras que la abadesa, que goza de mi total confianza y parece ser una mujer de buen juicio, no excluye una explicación natural del fenómeno, la sospecha de brujería procede justamente del padre de la muchacha, que afirma haber visto con sus propios ojos cómo el demonio, bajo la forma de un joven, abrazaba a su hija en el jardín y luego se desvanecía en una nube de humo dejando tras de sí un ligero olor a azufre.
Según me han dicho, otras dos alumnas del convento aseguran haber visto en varias ocasiones al demonio en compa?ía de Elisabetta, a quien afirman que obsequiaba con costosas piedras preciosas. Por improbable que pueda sonar esta historia, teniendo en cuenta la estrecha relación de M. con R. M. y diversos amigos en el Vaticano, me resulta difícil cuestionar de manera oficial su buen juicio y acusar a su hija de mera impudicia. Por ello, a partir de ma?ana llevaré a cabo el interrogatorio de todos los implicados.
3
—?Xemerius?
La sensación de humedad en torno a mi cuello había desaparecido.
Rápidamente, encendí la linterna de bolsillo, aunque la habitación donde había aterrizado ya estaba iluminada por una débil bombilla que se balanceaba en el techo.
—Hola —dijo alguien.
Me volví en redondo. La habitación estaba repleta de cajas y muebles de todas clases, y había un joven de tez pálida apoyado contra la pared junto a la puerta.