—No tienes idea de lo grande que es —repuso el doctor White—. Ya hemos perdido a gente aquí.
—?De veras?
—Sí. —Pude notar que se esforzaba en mantenerse serio, y comprendí que solo estaba bromeando—. Y hubo otros que caminaron por estos pasadizos durante días antes de encontrar por fin una salida.
—Me gustaría decirle que lo siento —dijo Robert.
Era evidente que el pobre chiquillo había estado pensando mucho en aquello. Me vinieron ganas de pararme y abrazarle.
—?Oh...! Pero eso no es culpa de nadie.
—?Estás segura de que no?
Probablemente, el doctor White se seguía refiriendo a las personas que se habían perdido en el sótano.
Robert contuvo un sollozo.
—Por la ma?ana nos habíamos peleado. Le dije que le odiaba y que me hubiera gustado tener otro padre.
—Pero estoy segura de que no se lo tomó en serio. Segurísimo.
—Sí, lo hizo. Y ahora piensa que yo no lo quería y no puedo decirle lo contrario.
Aquella vocecita aguda, que ahora me rompía el corazón.
—?Por eso sigues aquí?
—No quiero dejarle solo. Aunque no pueda verme ni oírme tal vez sienta que estoy aquí.
—Oh, cari?o... —Ya no pude soportarlo mas y me detuve—. Seguro que sabe que le quieres. Todos los padres saben que a veces los ni?os dicen cosas que no piensan de verdad.
—De todos modos —dijo el doctor White, y su voz sonó de pronto extra?amente velada—, cuando un padre prohíbe a su hijo ver la televisión durante dos días solo porque ha dejado su bicicleta fuera bajo la lluvia, no puede extra?arse de que le levante la voz y le diga cosas que no piensa de verdad.
Me empujó hacia delante.
—Me alegra que diga eso, doctor White.
—?Y a mí también! —repuso Robert.
Aquello nos puso de buen humor para el resto del camino.
Por fin llegamos a una puerta pesada que se abrió y volvió a cerrarse detrás de nosotros. Cuando me quité la venda, lo primero que vi fue a Gideon con un sombrero de copa en la cabeza, y no pude contener una carcajada. ?Perfecto! ?Esta vez le tocaría a él hacer el ridículo!
—Hoy está de un humor excelente —informó el doctor White—, gracias a sus prolijas conversaciones consigo misma.
Pero su voz no sonaba tan sarcástica como de costumbre.
Mister De Villiers se unió a mis risas.
—Yo también lo encuentro cómico. Parece un director de circo.
—Me alegra que se diviertan tanto —dijo Gideon.
En realidad, prescindiendo del sombrero de copa, estaba perfecto: pantalones largos oscuros, levita oscura, camisa blanca, parecía como si se hubiera vestido para una boda.
Gideon me miró de arriba abajo, mientras yo esperaba en tensión la revancha. En su lugar, se me hubieran ocurrido a la primera al menos diez comentarios ofensivos sobre mi vestimenta.
Pero no dijo nada y se limitó a sonreír.
Mister George estaba ocupado con el cronógrafo.
—?Ha recibido Gwendolyn todas las indicaciones necesarias?
—Creo que sí —respondió mister De Villiers, que me había estado hablando durante media hora sobre la Operación Jade mientras madame Rossini preparaba el vestuario.
?Operación Jade! Me sentía como si fuera la agente secreta Emma Peel. A Leslíe y a mí nos encantaban Los vengadores, con Urna Thurman.
La teoría de la trampa en la que tanto insistía Gideon seguía pareciéndome inverosímil. Aunque Margret Tilney había manifestado abiertamente su deseo de mantener una conversación conmigo, no había fijado el momento de la cita; de modo que suponiendo que su intención fuera atraernos a una trampa, no podía saber en que día y a qué hora apareceríamos en su vida.
Y era muy improbable que Lucy y Paul pudieran esperarnos justo en el período de tiempo elegido. Arbitrariamente se había optado por el mes de junio del a?o 1912. En esa época, Margret Tilney tenía treinta y cinco a?os y vivía con su marido y sus tres hijos en una casa de Belgravía. Y precisamente allí la visitaríamos nosotros.
Levanté la cabeza y vi que Gideon me miraba fijamente, o, para ser más precisos, miraba mi escote. ?Aquello ya era el colmo!
—?Oye, es que tengo algo en el pecho? —murmuré indignada.
Sonrió.
—No estoy del todo seguro —replicó susurrando. De pronto supe lo que quería decir. En el rococó era mucho más sencillo ocultar objetos tras las puntas de encaje, pensé.
Por desgracia, habíamos atraído la atención de misiter George que se inclinó hacia mí.
—?Esto es un móvil? —preguntó—. ?No puedes llevarte ningún objeto de nuestra época al pasado!
—?Por qué no? ?Podría resultar útil! —?Y la foto de Rakoczy y lord Brompton había quedado fantástica!—. Si la última vez Gideon hubiera llevado una pistola como Dios manda, todo hubiera sido mucho más fácil.