Pensé en los hombres que nos habían atacado el día anterior Hyde Park.
—Exacto —dijo Gideon, como sí me hubiera leído el pensamiento—. Si nos hubieran matado, habrían podido coger tanta sangre como hubieran querido, si bien aún está por aclarar cómo pudieron saber que estaríamos allí.
—Conozco a Lucy y a Paul, y sencillamente esa no es su forma de actuar —se?aló mister George—. Crecieron con las doce reglas de oro de los Vigilantes, y estoy totalmente seguro de que no hubieran hecho asesinar a sus propios parientes. También ellos están a favor de la negociación y el acuerdo.
—Como muy bien ha dicho, usted conocía a Lucy y a Paul, mister George —puntualizó Gideon—. Pero ?realmente puede saber en qué se han convertido desde entonces?
Miré a Gideon y a mister George, y finalmente dije:
—En cualquier caso, creo que sería interesante saber qué quiere de mí mi tatarabuela. Y, además, ?cómo puede ser una trampa si somos nosotros mismos los que elegimos el momento de nuestra visita?
—Así lo veo yo también —repuso mister George.
Gideon suspiro resignado.
—De todos modos hace tiempo que está decidido.
Madame Rossini me pasó por encima de la cabeza un vestido blanco largo hasta los tobillos, con un delicado motivo a cuadros y una especie de cuello de marinero, y me lo ci?ó a la cintura con una faja de satén azul cielo de la misma tela que el lazo que adornaba la transición del cuello a la orla de la botonadura.
Cuando me miré en el espejo, me sentí un poco decepcionada. Tenía un aspecto de lo más formal. Aquella vestimenta me recordaba un poco a la de los monaguillos de Saint Lukc, adonde íbamos veces los domingos para asistir al oficio religioso.
—Naturalmente, la moda de 1912 no puede compararse con la extravagancia del rococó —comentó madame Rossini mientras me alcanzaba unas bolitas de cuero con botones—. Casi diría que en esa época se tendía a ocultar los encantos femeninos más que a resaltarlos.
—Sí, yo también lo diría.
—Y ahora falta el peinado.
Madame Rossini me empujó con suavidad a una silla, trazó una raya muy profunda en mi cabello, y luego lo fue recogiendo todo en mechones sueltos sobre el cogote.
—?No queda un poco... humnimm... abultado sobre las orejas?
—Es lo que corresponde —dijo madame Rossini.
—Pero es que no me parece que me siente bien ?y usted?
—A ti todo te sienta bien, mi peque?o cuello de cisne. Además esto no es un concurso de belleza. Lo que importa es…
—….. la autenticidad, lo sé.
Madame Rossini rió.
—Entonces no hay más que hablar.
Esta vez fue el doctor White quien vino a buscarme para acompa?arme al escondite subterráneo del cronógrafo. El hombre tenía la misma expresión malhumorada de siempre, pero, para compensar, Robert, el chiquillo fantasma, me dirigió una sonrisa radiante.
Le devolví la sonrisa. Estaba realmente encantador con sus rizos rubios y el hoyuelo.
—?Hola!
—Hola, Gwendolyn —saludó Robert.
—No veo ningún motivo para un saludo tan efusivo —repuso el doctor White, blandiendo la venda negra.
—Oh, no, ?por qué tengo que ponérmela otra vez?
—No hay razón para que confiemos en ti —replicó el doctor White.
—?Alto ahí! Traiga eso, patán. —Madame Rossini le arrancó el pa?o negro de la mano—. Esta vez nadie me arruinará el peinado.
Hubiera sido terrible, sí. Madame Rossini me vendó personalmente los ojos con tanto cuidado que ni un cabello se salió de su sitio.
—Mucha suerte, ni?a —dijo cuando el doctor White me sacó de la habitación.
Agité la mano a ciegas para despedirme.
Otra vez esa desagradable sensación de ir avanzando a trompicones en el vacío; aunque esa vez el recorrido me resultaba más familiar, y Robert me prevenía por adelantado.
—Dos escalones más y luego se gira a la izquierda por la puerta secreta. Cuidado con el dintel. Diez pasos más y empieza la gran escalera.
—Muchas gracias por la ayuda. Me viene muy bien.
—Ahórrate las ironías —repuso el doctor White.
—?Por qué tú puedes oírme y él no? —pregunto Robert apenado.
—Por desgracia, yo tampoco lo sé —respondí con un nudo en la garganta—. ?Te gustaría decirle algo?
Robert calló.
El doctor White dijo:
—Glenda Montrose tenía razón. Realmente hablas sola.
Avancé palpando la pared con la mano.
—Ajá, conozco este entrante. Ahora viene otra vez un escalón, ahí está, después de veinticuatro pasos, y giro a la derecha.
—?Has contado los pasos!
—Solo por aburrimiento. ?Por qué es tan desconfiado, doctor White?
—Oh, no lo soy en absoluto. Confío totalmente en ti de momento, porque por ahora aún no estás influenciada; como mucho, algo revolucionada por las equivocadas ideas de tu madre. Pero nadie sabe qué será de ti en el futuro, y por eso no me parece apropiado que conozcas el lugar donde se guarda el cronógrafo, —Este sótano tampoco puede ser tan grande —advertí.