—Porque los vampiros no existen, Gwendolyn.
—Ah, ?no? Si hay máquinas del tiempo (?y gente que es capaz de estrangularte sin necesidad de tocarte?), ?por qué no puede haber vampiros también? ?Le has mirado alguna vez a los ojos? Son como dos agujeros negros.
—Eso es por los brebajes con belladona con los que experimenta —explicó Gideon—. Un veneno vegetal que supuestamente ayuda a ampliar la conciencia.
—?De dónde has sacado eso?
—Está en los Anales de los Vigilantes. Allí Rakoczy lleva el nombre de ?Leopardo Negro?. Salvó dos veces al conde de un atentado mortal. Es muy fuerte e increíblemente hábil en el manejo de las armas.
—?Quién quería matar al conde?
Gideon se encogió de hombros.
—Un hombre como él tiene muchos enemigos.
—Sí, eso puedo imaginármelo muy bien —dije—. Pero me dio la sensación de que puede cuidar perfectamente de sí mismo.
—Desde luego —reconoció Gideon.
Pensé en si debía contarle lo que había hecho el conde, pero finalmente decidí no hacerlo. Gideon no solo se había mostrado cortés con aquel hombre, sino que me había parecido que los dos estaban muy unidos.
?No confíes en nadie.?
—?Realmente has viajado al pasado para ver a todas esas personas y extraerle sangre? —pregunté en lugar de eso.
Gideon asintió.
—Con nosotros dos, de nuevo están registrados en el cronógrafo ocho de los doce viajeros del tiempo. Y también encontraré a los otros cuatro.
Recordé las palabras del conde y pregunté:
—?Cómo puedes haber viajado de Londres a París y Bruselas? Creía que el tiempo que se puede permanecer en el pasado se reduce a unas pocas horas.
—A cuatros, para ser exactos —repuso Gideon.
—Pero en cuatro horas es imposible llegar de Londres a París, y aún menos si uno se toma tiempo para bailar una gavota y sacarle sangre a alguien.
—Es verdad. Y por eso tuvimos la genial idea de viajar antes a París con el cronógrafo —aclaró Gideon—. Y lo mismo hicimos en Bruselas, Milán y Bath. A los otros los pude visitar en Londres.
—Comprendo.
—?De verdad?
De nuevo la sonrisa de Gideon estaba llena de sarcasmo. Pero esta vez decidí ignorarlo.
—Sí. Poco a poco voy entendiendo algunas cosas. —Miré por la ventanilla—. A la ida no hemos pasado junto a este prado, ?no?
—Es Hyde Park —informó Gideon, que de repente se había puesto en tensión, y se inclinó hacia fuera para hablar con el cochero—. Eh, Wilbour, o como te llames: ?por qué pasamos por aquí? ?Tenemos que ir a Temple por el camino más rápido!
No pude entender la respuesta del hombre del pescante.
—Para inmediatamente —ordenó Gideon.
Cuando se volvió hacia mí, vi que se había puesto pálido.
—No lo sé —respondió—. Afirma que tiene orden de llevarnos a una cita en el extremo sur del parque.
Aprovechando que los caballos se habían detenido, Gideon abrió la portezuela del coche.
—Aquí pasa algo raro. No nos queda mucho tiempo hasta el salto. Yo mismo guiaré a los caballos hasta Temple. —Bajó y volvió a cerrar la puerta—.Y tú quédate en el carruaje pase lo que pase.
En ese momento se oyó un estampido. Instintivamente me agaché. Aunque solo conocía aquel ruido por las películas, enseguida supe que había sido un disparo. Oí un grito apagado, los caballos relinchaban, y el carruaje dio un salto adelante para enseguida volver a pararse en seco.
—?Baja la cabeza! —gritó Gideon, y yo me lancé sobre el blanco.
Se oyó otro disparo, al que siguió un silencio insoportable.
—?Gideon?
Me incorporé y miré hacia fuera.
Ante la ventana que daba al prado, vi a Gideon con la espada desenvainada.
—?Te he dicho que te agaches!
Gracias a dios, aún vivía, aunque posiblemente no por mucho tiempo. Dos hombres vestidos de negro habían aparecido de repente surgidos de la nada, y un tercero se acercaba al caballo saliendo de la sombra de un árbol. En su mano distinguí el brillo plateado de una pistola.