Hice como si de pronto sintiera un gran interés por los libros de la estantería que tenía detrás.
Mister George calló, pero podía sentir su mirada clavada en mi espalda.
—Ahora me vuelve a tocar a mí —dijo finalmente.
—Es un juego tonto. ?No podríamos jugar al ajedrez?
Sobre la mesa había un juego de ajedrez, pero mister George no se dejó despistar.
—?A veces ves cosas que las otras personas no ven?
—Los ni?os no son cosas —repuse—. Pero sí, a veces veo cosas que los otros no ven.
Yo misma no sabía porque le había confiado aquello.
Por alguna razón, mis palabras parecieron alegrar a mister George.
—Sorprendente, realmente sorprendente. ?Desde cuándo tienes ese don?
—Siempre lo he tenido.
—?Fascinante! —Mister George miró a su alrededor—. Por favor, dime quien está aquí ahora escuchando a parte de nosotros.
—Estamos solos.
Se me escapo una risita al ver la expresión decepcionada de mister George.
—Oh, y yo que pensaba que este viejo caserón estaba plagado de fantasmas. Especialmente, esta habitación. —Tomó un trago de té de su taza—. ?Quieres unas galletas rellenas de naranja?
—Sí, gracias.
No sé si fue porque había mencionado las galletas, pero de pronto aquella desagradable sensación en el estómago volvió a aparecer. Contuve la respiración.
Mister George se levantó y empezó a revolver en un anaquel. La sensación de vértigo se hizo más intensa. Mister George se daría un buen susto si se volvía y yo, sencillamente, había desaparecido. Tal vez sería mejor que lo previniera. Podía tener el corazón débil.
—?Mister George?
—Ahora vuelve a tocarte a ti, Gwendolyn —dijo mientras ordenaba amorosamente las galletas en un plato, como hacía siempre mister Bernhad—. Y creo que conozco la repuesta a tú pregunta.
Me concentré en mis sensaciones. El vértigo parecía haber cedido un poco.
Muy bien. Falsa alarma.
—Suponiendo que viajara a una época en la que este edificio aún no existiera, ?aterrizaría bajo tierra y me ahogaría?
—?Oh! Y yo que pensaba que me preguntarías por el ni?o rubio. En fin. Por lo que sabemos, nadie ha viajado nunca más de quinientos a?os atrás. Y en el cronógrafo la fecha para el rubí, o sea, para ti, solo puede ajustarse hasta 1560 después de Cristo, Lancelot de Villiers. Es una limitación de la que nos hemos lamentado muchas veces. Uno se pierde tantos a?os interesantísimos...Ten, coge una. Son mis galletas preferidas.
Alargué la mano, a pesar de que de repente el plato había empezado a difuminarse ante mis ojos y tenía la sensación de que alguien me iba a retirar el sofá bajo el trasero.
8
Aterricé con el trasero sobre una piedra fría con una galleta en la mano. O al menos daba toda la sensación de que era una galleta. A mi alrededor reinaba una oscuridad absoluta, más negra que el carbón. Extra?amente, en lugar de sentirme paralizada por el terror, no sentía ningún miedo. Tal vez fuera por las palabras tranquilizadoras de mister George, o tal vez sencillamente porque para entonces ya me había acostumbrado a los saltos. Me llevé la galleta a la boca (?realmente deliciosa!), y luego busqué palpando la linterna que llevaba colgada del cuello y me pasé el cordón por encima de la cabeza.
Tardé unos segundos en encontrar el interruptor de la linterna. Luego vi las estanterías de libros reconocí la chimenea (por desgracia, apagada y fría). La pintura que había encima era la misma que había visto antes: el retrato del viajero del tiempo con la peluca rizada blanca, el conde de no sé qué. Solo faltaban un par de sillones y mesitas y, por desgracia, el cómodo sofá donde había estado sentada.
Mister George había dicho que me limitara a esperar hasta que volviera a saltar de vuelta. Y posiblemente lo habría hecho si el sofá aún hubiera estado allí. Pero, pensándolo bien, no hacía ningún da?o si echaba una ojeada por la muerta.
Avancé tanteando con cuidado y me encontré con la puerta cerrada. Menos mal que ya no tenía que ir al ba?o.
A la luz de la linterna revisé la habitación en busca de algún indicio del a?o en que me encontraba: quizá hubiera un calendario colgado en la pared o colocado sobre el escritorio.
El escritorio estaba lleno de papeles enrollados, libros, cartas abiertas y peque?os cofres. El rayo de luz iluminó un tintero y unas plumas. Cogí una hoja de papel gruesa y áspera, cuya escritura tenía tantas florituras que costaba de descifrar.
Muy honorable se?or doctor —leí—: Hoy he recibido su carta, que solo ha tardado nueve semanas en llegar. Uno no puede sino quedarse admirado por esta velocidad cuando piensa en el largo camino que ha recorrido su ameno informe sobre la situación de las colonias.