—A los Vigilantes—contestó mi madre—. Una antiquísima sociedad secreta, conocida también como la Logia del Conde de Saint Germain. —Miró por la ventana—. Enseguida llegaremos.
—??Una sociedad secreta?! ?Quieres dejarme en manos de una turbia secta? ?Mamá!
—No es ninguna secta, aunque algo turbios sí son. —Mamá respiró hondo y cerró los ojos un momento—. Tu abuelo fue miembro de esta logia—continuó—. Como antes lo había sido su padre y antes su abuelo. También Isaac Newton era miembro, igual que Wellington, Klaproth, Von Arneth, Hahnemann, Kart von Hessen-Kassel, naturalmente todos los De Villiers, y muchísimos otros… Tu abuela afirma que también Churchill y Einstein fueron miembros de la logia.
La mayoría de esos nombres no me sonaban de nada.
—Pero ?qué hacen exactamente?
—Bien…pues… —balbució mamá—. Se interesan por mitos antiquísimos. Y por el tiempo. Y por las personas como tú.
—?Tantos hay como yo?
Mamá sacudió la cabeza.
—Solo doce. Y la mayoría hace tiempo que murieron.
El taxi se detuvo y el vidrio de separación bajó. Mamá tendió al conductor unas libras.
—Ya está bien—dijo.
—?Qué venimos a hacer precisamente aquí? —dije parada en la acera, mientras el taxi volvía a ponerse en marcha.
Habíamos circulado a lo largo del Strand, hasta poco antes de la entrada de Fleet Street. A nuestro alrededor resonaba el estruendo del tráfico y la masa de gente que se movía por las aceras. Los cafés y los restaurantes de enfrente estaban llenos a reventar. Dos autobuses turísticos de dos pisos estaban parados al borde de la calzada y los turistas del piso descubierto fotografiaban el complejo monumental del Royal Court of Justice.
—Girando ahí delante, entre las casas, se entra en el barrio de Temple—indicó mamá apartándome los cabellos de la cara.
Miré hacia el estrecho pasaje peatonal que me se?alaba. No recordaba haber pasado nunca por allí.
Supongo que mamá vio mi cara de desconcierto, porque me preguntó:
—?No has estado nunca con la escuela en Temple? La iglesia y los jardines son realmente preciosos para visitar. Y Fountain′s Court. Para mí, la fuente más bonita de toda la ciudad.
La miré furiosa. ?Ahora se había convertido de pronto en una guía turística?
—Ven, tenemos que pasar al otro lado de la calle—me indicó, y me cogió de la mano.
Seguimos a un grupo de turistas japoneses que llevaban todos unos enormes planos desplegados ante sí.
Por detrás de la hilera de casas se entraba en un mundo completamente distinto. La frenética agitación del Strand y Fleet Street había quedado atrás. Allí, entre los majestuosos edificios de una belleza atemporal que se alineaban ininterrumpidamente, todo era paz y tranquilidad.
Se?alé a los turistas.
—?Qué buscan aquí? ?La fuente más bonita de toda la ciudad?
—Van a ver la Temple Church—respondió mi madre sin inmutarse ante mi tono irritado—. Una iglesia muy antigua, plagada de leyendas y mitos. A los japoneses les encantan estas cosas. Además, en Middle Temple May se estrenó Como gustéis, de Shakespeare.
Seguimos un rato a los japoneses y luego doblamos a la izquierda y avanzamos por un camino empedrado entre las casas a lo largo de varias manzanas. La atmósfera era casi bucólica: los pájaros cantaban, las abejas zumbaban en los exuberantes macizos de flores e incluso el aire sabía a fresco y a limpio.
En los portales había placas de latón que llevaban grabadas largas hileras de nombres.
—Son todos abogados. Profesores del Instituto de Jurisprudencia—afirmó mamá—. No quiero ni pensar lo que debe de costar alquilar un despacho aquí.
—Yo tampoco—convine ofendida.
?Como si no hubiera cosas más importantes de que hablar!
Se detuvo en el siguiente portal.
—Ya hemos llegado —dijo.
Era una casa sencilla, que, a pesar de su impecable fachada y de los marcos recién pintados de las ventanas, parecía muy vieja. Mis ojos buscaron los nombres en la placa de latón, pero mamá me empujó enseguida a través de la puerta abierta y me guió escaleras arriba hasta el primer piso. Dos mujeres jóvenes se cruzaron con nosotras y nos saludaron amablemente al pasar.
—?Dónde estamos?
Mamá no respondió. Pulsó un timbre, se arregló la chaqueta y se apartó el pelo de la cara.
—No tengas miedo, cari?o—susurró, pero no supe si estaba hablando conmigo o consigo misma.
La puerta se abrió con un chirrido y entramos en una habitación clara que parecía un despacho normal y corriente. Archivadores, escritorio, teléfono, aparato de fax, ordenador…, ni siquiera la mujer rubia de mediana edad que estaba sentada detrás del escritorio tenía un aspecto extra?o. Solo sus gafas, negras como el carbón y tan anchas que le tapaban media cara, eran un poco inquietantes.
—?Qué puedo hacer por ustedes? —preguntó—. Oh, usted es… ?Miss… mistress Montrose?