Las pruebas (The Maze Runner #2)

Gru?ó con un terrible y entrecortado sonido que sólo le intensificó el dolor de cabeza. Se obligó a permanecer en silencio e intentó levantar la mano para frotar…


No podía mover las manos. Algo las mantenía bajadas, algo pegajoso que le apretaba las mu?ecas. Cinta adhesiva. Intentó dar patadas, pero también las tenía atadas. El esfuerzo le envió otra oleada de dolor que retumbó en su cabeza y todo su cuerpo; relajó los músculos al tiempo que gemía en voz baja. Se preguntó cuánto tiempo llevaría allí.

—?Brenda? —susurró.

No hubo respuesta.

Se encendió una luz brillante y punzante. Cerró con fuerza los ojos y luego abrió uno lo suficiente para poder ver. Delante de él había tres personas, pero sus rostros estaban en sombras, pues la luz venía de atrás.

—?Vamos, despierta! —exclamó una voz ronca.

Alguien se rió por lo bajo.

—?Quieres más zumo de ese que quema? —dijo una mujer.

La misma persona volvió a reírse.

Thomas acabó por acostumbrarse a la luz y abrió los ojos del todo. Se hallaba en una silla de madera; unas anchas bandas de cinta adhesiva gris le sujetaban las mu?ecas a los apoyabrazos y los tobillos a las patas de la silla. Dos hombres y una mujer estaban de pie delante de él: Rubiales, Alto y Feo, Coleta.

—?Por qué no me habéis dado una paliza en el callejón? —preguntó Thomas.

—?Darte una paliza? —respondió Rubiales. Antes no le había parecido que tuviera la voz ronca; parecía como si hubiera pasado las últimas horas gritando en la pista de baile—. ?Qué crees que somos, un clan de la mafia del siglo XX? Si quisiéramos darte una paliza, ya estarías muerto, sangrando por las calles.

—No te queremos muerto —interrumpió Coleta—. Eso estropearía la carne. Nos gusta comernos a nuestras víctimas mientras siguen respirando. Nos comemos todo lo que podemos antes de que se desangren. No te creerías lo jugosas y… dulces que saben.

Alto y Feo se rió, pero Thomas no supo si Coleta lo decía en serio o no. Fuera como fuera, le sacó de quicio.

—Está de broma —dijo Rubiales—. Tan sólo hemos comido hombres cuando la situación era muy desesperada. La carne humana sabe a bo?iga de cerdo.

Se oyeron otras risitas de Alto y Feo. No se reía por lo bajo ni a carcajadas, se trataba de una risita tonta. Thomas no creía que hablaran en serio. Le preocupaba más que sus mentes parecieran… apagadas.

Rubiales sonrió por primera vez desde que Thomas le había visto.

—Era otra broma. No somos tan raros todavía. Pero me apuesto lo que sea a que la gente no sabe muy bien.

Alto y Feo y Coleta asintieron.

?Estos tíos están empezando a perder la chaveta?, pensó Thomas.

Oyó un gemido apagado a su izquierda y miró en aquella dirección. Brenda estaba en un rincón de la habitación, atada igual que él. Pero también le habían tapado la boca con cinta adhesiva, lo que le hizo preguntarse si se habría resistido mucho más antes de desmayarse. Parecía como si estuviera despertando y, cuando advirtió la presencia de los tres raros, se movió y agitó en la silla, gimiendo a través de la mordaza. Tenía los ojos encendidos de ira.

Rubiales la se?aló. Su pistola había aparecido como por arte de magia.

—?Cállate! ?Cállate o salpicaré la pared con tu cerebro!

Brenda paró. Thomas esperaba que empezara a gimotear o a llorar o algo; pero no lo hizo, y enseguida se sintió estúpido por haberlo pensado. La chica ya había demostrado lo fuerte que era.

Rubiales bajó el arma a su costado.

—Mejor. Dios mío, teníamos que haberla matado cuando empezó a gritar allí arriba. Y a morder.

Se miró el antebrazo, donde había un verdugón al rojo vivo que describía un largo arco.

—Está con él —dijo Coleta—. No podemos matarla.

Rubiales cogió una silla de la pared del otro lado para sentarse delante de Thomas. Los otros hicieron lo mismo, aliviados, como si llevaran horas esperando su permiso. Rubiales apoyó el arma sobre el muslo, con el ca?ón apuntando directo a Thomas.

—Vale —asintió el hombre—, tenemos mucho de que hablar. No voy a andarme con tonterías contigo. Si me fastidias o te niegas a contestar u otra cosa, te disparo a una pierna. Luego a la otra. A la tercera, la bala atravesará la cara de tu novia. Creo que por algún sitio entre los ojos. Y me apuesto lo que quieras a que sabes lo que ocurrirá la cuarta vez que me cabrees.

Thomas asintió. Quería pensar que era fuerte, que podía hacer frente a aquellos raros. Pero venció el sentido común. Estaba atado a una silla, no tenía armas ni aliados, nada. Aunque, francamente, no tenía nada que ocultar. Respondería a todo lo que le preguntara aquel tío. Pasara lo que pasara, no quería terminar con una bala en la pierna. Y dudaba que el tipo estuviera tirándose un farol.