Las pruebas (The Maze Runner #2)

—?Quiénes son esos dos?

Thomas se apartó de Teresa para ver quién había gritado. Era un hombre con el pelo rojo y corto, que sostenía una pistola y apuntaba a Brenda y Jorge, que estaban sentados juntos, temblando, mojados y magullados.

—?Que alguien responda! —volvió a gritar el hombre.

Thomas habló antes de pararse a pensarlo:

—Nos han ayudado a cruzar la ciudad. No estaríamos aquí si no fuera por ellos.

El hombre hizo un gesto violento con la cabeza hacia Thomas.

—Tú… ?los has recogido por el camino?

Thomas asintió, sin gustarle adonde conducía todo aquello.

—Hicimos un trato con ellos. Les prometimos que obtendrían también la cura. Somos menos que cuando empezamos.

—No importa —espetó el hombre—. ?No os dijimos que pudierais traer ciudadanos!

El iceberg continuó elevándose hacia el cielo, pero la puerta no se cerraba. El viento soplaba con fuerza a través del ancho agujero; cualquiera de ellos podría caerse y morir si sufrían turbulencias.

Thomas se puso de pie de todas formas, decidido a defender el pacto que había hecho.

—Bueno, nos dijisteis que viniéramos aquí, ?e hicimos lo que teníamos que hacer!

El portador de la pistola hizo una pausa mientras parecía considerar aquella línea de razonamiento.

—A veces me olvido de lo poco que entendéis lo que está pasando. Muy bien, podéis quedaros con uno, pero el otro se va.

Thomas intentó no mostrar el impacto que le supuso aquello.

—?A qué te refieres… con que el otro se va?

El hombre tocó algo en la pistola y acercó su extremo a la cabeza de Brenda.

—?No tenemos tiempo para esto! Tienes cinco segundos para elegir quién se queda. Si no escoges, ambos morirán. Uno.

—?Espera!

Thomas contempló a Brenda, a Jorge. Ambos miraban al suelo y no decían nada. Tenían las caras pálidas de miedo.

—Dos.

Thomas contuvo el pánico en aumento y cerró los ojos. Más de lo mismo. No, ahora lo entendía. Sabía lo que tenía que hacer.

—Tres.

Ya no tenía miedo. No le impresionaba nada. No tenía más preguntas. ?Acepta lo que venga. Sigue jugando. Pasa las Pruebas?.

—?Cuatro! —al hombre se le enrojeció el rostro—. ?Elige ya o morirán los dos!

Thomas abrió los ojos y dio un paso hacia delante. Entonces se?aló a Brenda y dijo las palabras más asquerosas que jamás habían pasado por sus labios:

—Mátala a ella.

Ante la extra?a declaración de que tan sólo podía quedarse uno, Thomas pensó que lo había comprendido, pensó que sabía lo que ocurriría. Aquello no era más que otra Variable y se llevarían al que no eligiera. Pero se equivocó.

El hombre se metió la pistola en la cinturilla de sus pantalones, agarró a Brenda por la camisa con las dos manos y tiró de ella hasta ponerla de pie. Sin mediar palabra, se movió hacia el espacio abierto, llevándosela consigo.





Capítulo 62


Brenda miró a Thomas con pánico y la cara llena de dolor mientras el desconocido la arrastraba por el suelo metálico del iceberg hacia la trampilla y una muerte segura.

Cuando estaba a medio camino, Thomas actuó. Saltó hacia delante y se lanzó sobre las rodillas del hombre para tirarlo al suelo; la pistola repiqueteó junto a él. Brenda cayó a un lado, pero Teresa estaba allí para cogerla y retirarla del borde peligroso de la puerta. Thomas apretó su antebrazo izquierdo contra la garganta del hombre y alargó la otra mano para coger la pistola. Sus dedos la encontraron, la agarró y la acercó a él. Se puso de pie de un salto para apartarse mientras agarraba el arma con ambas manos, apuntando al desconocido despatarrado boca arriba.

—No va a morir nadie más —espetó Thomas respirando con dificultad, sorprendido de sí mismo—. Si no hemos hecho lo suficiente para pasar vuestras estúpidas pruebas, entonces hemos fracasado. Las pruebas se han terminado.

Al decirlo, se preguntó si se suponía que aquello era lo que tenía que suceder. Pero ni siquiera eso importaba, decía en serio cada una de aquellas palabras. Las muertes sin sentido tenían que acabar.

El rostro del desconocido se suavizó y reflejó una ligera sonrisa. Se incorporó y retrocedió hasta chocar con la pared. Mientras lo hacía, la gran puerta de carga empezó a cerrarse; el chirrido de las bisagras sonaba como cerdos chillando. Nadie dijo nada hasta que se cerró de golpe y entró una última ráfaga de viento.

—Me llamo David —dijo el hombre con una voz sonora en aquel nuevo silencio, interrumpido tan sólo por el bajo zumbido de los motores y los propulsores de la nave—. Y no te preocupes, tienes razón. Se ha acabado. Se ha acabado.

Thomas asintió con sorna.