La bella de la bestia

—?Pero si la secuestramos! —John casi gritó esas palabras, sintiendo que el miedo se apoderaba de él.

—Pickney nos ordenó que lo hiciéramos. No somos más que siervos, cumplimos órdenes. Eso puede salvarnos. El Demonio atacará a Pickney y a ese estúpido muchacho, Robert, no a sus subalternos. Lo tendrá en cuenta si cuidamos a su se?ora. Ahora, deja ya de portarte como un redomado cobarde. Debemos comer y descansar. Pickney nos espera temprano por la ma?ana, y es mejor que estemos allí a tiempo.

Cuando John obedeció a Henry hoscamente, Gytha maldijo para sus adentros. Por un momento había tenido la esperanza de que el creciente miedo de John lo hiciera huir tanto de Thayer como de Pickney. Tristemente, Henry no sólo era más inteligente, sino que tenía una naturaleza más calmada y reflexiva, que le permitía imponer su criterio a hombres como John. Por unos segundos, Gytha creyó que podría reducir a uno el número de sus oponentes; e incluso llegó a pensar que el miedo de John se transmitiría a Henry y ambos acabarían huyendo. La suerte, sin embargo, no estaba de su lado. Por lo menos, todavía no lo estaba. ?Entonces —se dijo a sí misma— voy a obtener el mayor alivio que pueda?. Levantó las manos atadas y habló en voz alta.

—Necesito que me desatéis.

Henry la miró y después estalló en carcajadas.

—?Crees que somos imbéciles, mujer?

Gytha se mordió el labio y contuvo el impulso de responderle. Quería asustarlos para lograr que su viaje fuera lo menos desagradable posible. Si respondía a esa pregunta con las duras palabras que tenía en la punta de la lengua sólo lograría enfadarlos y no sacaría ninguna ventaja, todo lo contrario.

—?Veis lo que han causado estas cuerdas? —después de que ambos hombres fruncieran el ce?o al ver sus mu?ecas hinchadas, Gytha se levantó ligeramente el vestido, para dejar al descubierto los tobillos, que estaban igual de inflamados.

—No es nada, no debes asustarse, mujer.

—No me sorprende que no seáis capaces de ver los problemas que estas hinchazones me pueden causar. Dudo que alguno de vosotros tenga hijos —Gytha se tragó rápidamente otro insulto que estuvo a punto de a?adir a esas palabras—. Estas lesiones pueden ser muy malas para una mujer embarazada.

—Que lo sean o no, importa poco —a pesar de su desinterés, Henry caminó hacia Gytha, se detuvo frente a ella y frunció el ce?o al verle las mu?ecas de cerca—. ?Cómo podremos vigilarte y mantenerte con nosotros si te desatamos, mujerzuela tonta?

—Estoy segura de que a unos hombres tan inteligentes como vosotros se les ocurrirá algo —se dio cuenta de que no había sido capaz de esconder del todo la burla latente en el tono de su voz, pero imaginó que ellos la atribuirían a su arrogancia aristocrática—. Podéis pensarlo mientras me dejáis un momento de intimidad después de desatarme —le ofreció nuevamente sus manos atadas. Cuando vio que Henry vacilaba, Gytha lo presionó—. Hay otra cosa que una mujer embarazada necesita enormemente, y me temo que es una necesidad constante: momentos de soledad, momentos privados. Si sigues vacilando mucho más tiempo, sabrás que digo la verdad, y los dos pasaremos un momento de intensa vergüenza.

Henry decidió finalmente desatarle las mu?ecas y los tobillos.

—Entiendo lo que quieres decir, pero no vas a ir sola.

—Ir sola es lo que hace que sea un momento de privacidad —no sin disgusto, tuvo que aceptar ayuda para ponerse de pie.

—Pues tu momento de intimidad tendrá lugar conmigo dándote la espalda. Vamos.

Tambaleándose, Gytha caminó junto al hombre, que se dirigió hacia unos arbustos. Su necesidad era tan desesperada que no hizo ningún intento más de discutir con él. Dudaba que hubiera ningún argumento que lograra alejarlo de ella. Pero, a pesar de saber todo eso, no pudo evitar sentir una terrible vergüenza por tenerlo tan cerca, dándole la espalda, mientras se acuclillaba entre los arbustos. Era humillante. Y, para empeorar las cosas, tuvo que pedir ayuda al hombre para poder regresar al campamento. Estaba entumecida, y aunque la hinchazón de las mu?ecas y los tobillos estaba cediendo, le dolían terriblemente.

Una vez que se sentaron frente al fuego, John le pasó un tazón de gachas y una cuchara de madera retorcida. El comistrajo era espeso, lleno de grumos, cualquier cosa menos apetitoso, pero Gytha tenía tanta hambre que ni se quejó. La textura era apenas tolerable y casi no sabía a nada; sin embargo, se lo comió todo y bebió el vino ligeramente avinagrado que le sirvieron. Su cuerpo, que necesitaba alimentar al bebé que llevaba en el vientre, la ayudó a hacer caso omiso de la ineptitud del cocinero.

Cuando Henry se acercó a ella con la cuerda en las manos, retrocedió; la hinchazón y el dolor no se habían desvanecido del todo. Para evitar que la atara de nuevo, estuvo a punto de jurar que no trataría de escaparse.

—Vamos, mujer, que no te voy a atar como antes —gru?ó Henry con voz áspera.