La bella de la bestia

Con suma cautela abrió los ojos, resignada a no seguir sumida en la dulce inconsciencia. Al principio, la luz no hizo más que agudizar el dolor de cabeza que tenía, y en lugar de ayudarla a espabilarse, le nubló la visión. Cuando al fin pudo ver claramente, echó un vistazo alrededor y vio que estaba atada de manos y pies. Viajaba en una carreta, entre una variada y absurda mezcla de barriles y sacos. Vio que el cielo pasaba a mucha velocidad sobre su cabeza, y así confirmó la impresión de que marchaban con gran rapidez. Las sacudidas eran constantes.

Gytha intentó olvidar el dolor que sentía mientras se arrastraba hasta los sacos y se acurrucaba lo más cómodamente que podía entre ellos, para que le amortiguaran los golpes que sufría en la carreta por culpa de los desniveles del camino. Pensó que esos movimientos bruscos no debían de ser buenos para el bebé. Le habían dicho que, una vez asegurado en el útero materno, como lo estaba el suyo, se necesitaban muchas sacudidas para que se desprendiera el feto. Sin embargo, le resultaba imposible discernir cuántas serían ?muchas sacudidas?, así que decidió no correr ningún riesgo.

La carreta redujo la velocidad, lo que fue un alivio para su torturada cabeza. Maldijo crudamente a lady Elizabeth. Todo era una trampa en la que ella había caído como una ingenua, o peor aún, como una rematada idiota. Enviar a la taimada lady Elizabeth a los más profundos y ardientes fosos del infierno no le parecía castigo suficiente. Gytha trató de imaginar algo peor. Deseaba ardientemente que sus maldiciones tuvieran resultado.

En su mente apareció una imagen clara y completa de lo sucedido en la hostería, y entonces recordó a Bek. La preocupación y el horror la embargaron al recordar el estado en que se encontraba el muchacho justo antes de que la atacaran también a ella. Lady Elizabeth había permitido que alguien golpeara a su hijo con tanta fuerza que acabó inconsciente y sangrando. Gytha dudaba que la mujer hubiera hecho algo para ayudar al peque?o después del golpe. Seguro que Elizabeth había abandonado a toda prisa la hostería para evitar que la cogieran.

Volvió la cabeza y miró hacia la parte delantera de la carreta. Al ver las dos espaldas anchas de los hombres que la conducían consideró la posibilidad de preguntarles qué había pasado con Bek. En ese momento, uno de ellos miró hacia atrás y la vio.

—Bien, ya se ha despertado —murmuró.

—?Y el chico? —preguntó Gytha, notando que tenía la garganta tan seca que le dolía al hablar.

—Lo dejamos en la hostería. No lo necesitábamos.

—?Cómo estaba? —preguntó de nuevo.

—?Quién puede saberlo? —contestó el hombre encogiéndose de hombros—. No tuve tiempo de mirar. Tampoco esa dama noble lo hizo. Pasó por encima de él y salió a escape lo más rápido que pudo. ?Por qué habría de quedarse? Hizo lo que dijo que haría.

—Sí… entregarme a Pickney.

—Eres lista, se?ora —y ambos empezaron a reírse.

Gytha les dio la espalda y se acomodó de nuevo entre los sacos. Había adivinado que Charles Pickney estaba detrás de todo lo sucedido. Sin embargo, escuchar la confirmación de boca de aquellos hombres acabó con la poca presencia de ánimo que le quedaba.

Su desconsuelo empeoraba por la incertidumbre sobre el destino de Bek. Si al menos le hubieran dicho que el chico estaba vivo o que lady Elizabeth había mostrado una pizca de instinto maternal para atenderlo antes de huir, estaría más tranquila. Pero, en lugar de eso, sólo le quedaba la imagen de la última vez que vio al ni?o, una imagen que sólo podía atormentarla.

Puesto que no había ninguna manera de conseguir una respuesta que apaciguara sus preocupaciones, decidió concentrar sus pensamientos en su propia situación, bastante precaria. Miró atentamente al cielo, lo que debilitó su esperanza de que la rescataran pronto. El día casi había llegado a su fin, así que estaba claro que ya tendrían que intentar salvarla cuando estuviera en manos de Pickney. Por ahora, sólo ella podía hacer algo por su propia seguridad.

Con un estremecimiento de alarma, cayó en la cuenta de que si ella estaba en las garras de Pickney, eso significaba que la vida de Thayer corría peligro. La iban a usar como cebo para atraer a su marido hacia su propio asesinato. Era un pensamiento demasiado horrible para detenerse mucho tiempo en él, pero no podía quitárselo de la cabeza. Por el bien de Thayer era importante que ella mirase cara a cara al peligro. Si existía cualquier posibilidad de frustrar los planes de Pickney, por peque?a que fuera, tenía que estar alerta y preparada para aprovecharla rápidamente.

Cerró los ojos y decidió que era inútil negar que estaba en una situación insostenible. Una sensación de derrota inevitable se apoderó de su ánimo, y por un momento se abandonó a ella. Estaba cansada, le dolía la cabeza, le molestaba todo el cuerpo y tenía una tremenda necesidad de soltarse. Por todo ello, su angustia iba haciéndose más y más desesperada.