La bella de la bestia

Por un momento pareció que Robert le iba a hablar, pero al final se limitó a salir corriendo detrás de su tío. La discusión se había terminado demasiado pronto para lo que hubiera deseado Gytha. Estaba claro que Pickney no quería correr el riesgo de que Thayer lo encontrara en campo abierto. Cuando dejó de mirar a los hombres que cabalgaban delante de la carreta, Gytha se tropezó con la mirada de Henry. La sorprendió descubrir una sombra de preocupación en los oscuros ojos del hombre.

—El tonto de Robert ha dicho la verdad —comentó Henry al cabo de un instante—. Ten cuidado, mi se?ora. Pickney tiene tendencia a dejarse dominar por una rabia ciega. Puede ser que su plan sea casarla con ese debilucho al que llama sobrino, pero eso no lo detendrá si te empe?as en exacerbar su furia. Te matará —se dio la vuelta y le dijo a John en voz baja que arreara a los caballos para que acelerasen el paso.

Gytha se recostó sobre los sacos, en la parte de atrás de la carreta. No pensaba tanto en la advertencia de Henry como en la razón por la que se había tomado la molestia de hacérsela. De repente se dio cuenta de que había considerado a John y a Henry como individuos peores de lo que realmente eran. En verdad, no la habían tratado mal, tal vez con brusquedad, pero no con crueldad. Sólo hacían aquello para lo que los habían contratado, ni más ni menos. Pero ahora parecía que ellos también le ponían límites a lo que estaban dispuestos a hacer. Cerró los ojos y decidió descansar. Medio dormida, buscó la forma de aprovechar lo que acababa de descubrir.

—Está dormida —oyó decir Gytha a Henry un rato después.

—?Cómo puede dormir con semejante traqueteo de la carreta? —murmuró John.

—He oído decir que las mujeres embarazadas pueden dormir casi en cualquier parte. Es extra?o, pero creo que debe de ser cierto.

—Hay otra cosa que seguro que es cierta: nos hemos metido en algo mucho más grave de lo que nos dijeron.

—Maldito sea ese bastardo de Pickney. Quería deshacerse de un heredero, dijo. Se trataba de casar a la mujer con ese imbécil de Robert, dijo. Y le creímos. Nos dejamos enga?ar por el tintineo de las monedas, tontos de nosotros. Pero lo que se nos pide de verdad es mucho más grave que librarse de un heredero problemático. Y mucho más peligroso.

—Y puede que el viejo loco nos arrastre al infierno con él. ?Crees que su amenaza era real? —susurró John—. ?La de matar al bebé que la mujer lleva dentro?

—?Tienes noticia de alguna vez que ese hombre haya pronunciado una amenaza que luego no haya cumplido?

—Santo Dios. Me siento un poco mal por el asesinato de los otros dos hombres, pero al menos ellos podían luchar, y así son las cosas de la nobleza. Pero raptar a una esposa… —John se encogió de hombros—. Podría aceptarse, sucede con cierta frecuencia. No es un gran da?o, al fin y al cabo. Pero ahora habla de matar a un ni?o que aún no ha nacido. Un bebé, Henry. Y creo que también quiere asesinarla a ella cuando ya no le sirva de nada.

—Sí, pienso lo mismo que tú. Puf. Matar a mujeres y ni?os… —Henry sacudió la cabeza—. Tengo en mi conciencia un millón de pecados, pero nada comparable con eso. No cargo con la sangre de mujeres y bebés. Y la verdad es que no quiero cargar nunca, eso no.

—Entonces, ?huimos? ?Abandonamos esta trampa antes de que las cosas vayan más lejos?

—Pero ?cómo lo hacemos? Si nos escapamos sin más, si nos marchamos, Pickney vendrá tras nosotros y seremos hombres muertos. No nos preguntará por qué lo hacemos, sencillamente nos matará, sin vacilar.

—Entonces estamos atrapados.

—Puede que sí, y puede que no. Esperemos, veamos qué pasa en la Casa Saitun.

Gytha escuchaba, haciéndose la dormida.

El corazón estaba a punto de estallarle.

Los dos hombres no dijeron nada más. ?Tengo que aprovechar esta oportunidad?, pensó la joven, pero luchó por no dejar que sus esperanzas fueran demasiado grandes. Era posible que Henry y John tuvieran algo de bondad en su corazón, pero eso no significaba que pudiera persuadirlos de que la ayudaran. Estarían preocupados por salvar su propio pellejo. Ahora que se habían dado cuenta de cuál era el crimen que se iba a cometer, sólo pensaban en cómo escapar para no tomar parte en él, pero no en cómo evitarlo.

—Despierta, mi se?ora. La Casa Saitun se alza frente a nosotros.

—Sí, Henry —Gytha pesta?eó, agotada, y se sentó—. Estoy despierta… más o menos.

—Bueno, no has hecho más que dormir durante todo el viaje —gru?ó John.

—Así se me pasa el tiempo más rápido —murmuró Gytha mientras observaba la Casa Saitun.

Redujeron el paso para que su acercamiento no pareciera amenazador. Gytha se sintió desconsolada cuando un hombre apostado en el muro exterior los saludó alegremente. Tenía la esperanza de que su marido hubiera podido dar la alarma a los habitantes de la casa. Pero la velocidad a la que habían viajado hizo imposible que llegara cualquier mensajero antes que ellos. Por un instante pensó en ponerse a gritar, y estaba a punto de hacerlo cuando Pickney, que había cabalgado hacia la carreta, la detuvo.