—Ni una palabra, mujer. Ni una sola palabra —Pickney cogió la capa de Gytha y se la echó encima, para esconder la cuerda que la amarraba a la carreta.
Gytha no pudo soltar el grito de advertencia que deseaba. Todo lo que pudo hacer fue rezar, larga y fervorosamente, para que su silencio no causara la muerte de los hombres que custodiaban el castillo. El miedo que sentía por su hijo le contuvo la lengua. Rezó también para que el precio que había que pagar para salvar esa peque?a vida no fuera sangriento.
—Ponte de pie ya —le ordenó Pickney una vez que estuvieron dentro de los muros del castillo—. Levántate, para que todos vean que eres mi prisionera.
En el mismo momento en que Gytha obedeció y fue evidente que estaba atada a la carreta, se escuchó el inconfundible ruido de espadas desenvainándose. Pickney desenfundó la suya y la apuntó contra Gytha. La punta helada del arma le tocó la garganta. La mujer a duras penas se atrevió a tragar saliva. Todos los hombres que estaban apostados en los muros del castillo se quedaron inmóviles.
—Quiero que todos los hombres, armados o no, vengan y se coloquen frente a mí. ?Ya! Quiero que todos depongan las armas —Pickney siguió gritando mientras todos los hombres del castillo se agrupaban, reticentes, frente a él—. Que ninguno trate de hacerse el valiente, porque mataré a su se?ora. Y con ella morirá el heredero de su se?or… el Demonio Rojo.
Nadie opuso resistencia, pese a la evidente tensión del momento. Y para alivio de Gytha, Pickney no mató a ningún prisionero desarmado. En lugar de ello, ordenó a sus hombres que los metieran en las mazmorras. Hasta que Pickney no estuvo seguro de que sus órdenes habían sido cumplidas, no retiró la espada de la garganta de Gytha. Ella sintió debilidad en las rodillas y se desplomó sobre los sacos de la carreta. Después, Pickney la dejó bajo la custodia de Henry y John, mientras él se encargaba de ocupar militarmente la Casa Saitun.
—Parece que la clave para apoderarse de una heredad es una mujer —dijo Henry con voz neutra mientras llevaban la carreta hacia los establos.
—Dudo que funcione con todas las mujeres —murmuró John, tras lo cual saltó de la carreta y empezó a soltar a los caballos para llevarlos a comer.
Gytha prestó atención a un nuevo sonido: llanto de mujeres. Henry la ayudó a bajar de la carreta. Vio a Pickney y a sus hombres rodear a las mujeres y a los ni?os. Al ver que los arreaban, como si fueran ganado, para que se agrupasen en un círculo, la dama embarazada se puso muy nerviosa. Compartía totalmente el miedo que las mujeres y los ni?os no podían ocultar. Nadie sabía lo que pensaba hacer Pickney con ellos.
—?Qué les va a pasar? —le preguntó Gytha a Henry, que tenía el ce?o fruncido.
—Pickney pretende encerrarlos también. No quiere que nadie trate de ayudarte a ti o a los prisioneros, ni tampoco —a?adió mirando nerviosamente hacia las puertas cerradas— al Demonio Rojo, que estará a punto de llegar. Venga —sosteniendo a Gytha por un brazo, Henry empezó a caminar hacia el castillo—. Debemos llevarte a la habitación de la torre occidental.
Una vez dentro de esa estancia, la mujer se sentó en la cama. Se sentía extremadamente cansada, totalmente vencida. Pronto llegaría Thayer y ella no había encontrado ninguna manera de ayudarlo, ni de ayudarse a sí misma o evitar que Pickney la usara como cebo para que su marido cayera en la trampa. Sólo podía rezar para que Thayer mantuviera fría la cabeza y actuara con astucia, porque empezaba a estar convencida de que sólo con artima?as y traiciones se podría derrotar a Pickney.
Se asomó a la ventana y miró hacia abajo. Los hombres de Pickney trabajaban deprisa, aprestándose para la llegada de Thayer. Se preguntó por qué se preparaban tanto para una batalla que Pickney no tenía intención de librar. El secuestrador la utilizaría para asesinar a Thayer, y después la utilizaría de nuevo como escudo, para evitar que los hombres de su marido buscaran venganza.
Por un momento deseó no estar embarazada y lamentó la existencia de la nueva vida que llevaba en el vientre. El bebé lo complicaba todo y la inmovilizaba cuando necesitaba actuar. Tenía que sopesar cada uno de sus movimientos a causa del embarazo. Pero enseguida reaccionó, se acarició la barriga y se disculpó en silencio con el bebé. Pickney, y sólo Pickney, era el culpable del terrible enredo en el que se hallaba metida.
Sus pensamientos desconsolados se vieron interrumpidos por el sonido de la puerta al abrirse. La prisionera se dio la vuelta y se encontró con Pickney y sus dos hombres de confianza, Thomas y Bertrand, que estaban entrando en la habitación. La enfureció la expresión de júbilo impresa en la cara taimada del viejo y sintió unas ganas incontenibles de destrozársela a golpes.