La bella de la bestia

—No, claro que no os culpo. Sé que el instinto de supervivencia puede lograr que un hombre haga casi cualquier cosa. Y también sé que la mayoría de los hombres no ve nada de malo en que Pickney se apodere de lo que no es suyo, aunque se valga del asesinato… o del rapto de una esposa de la cama de su marido, para meterla en el lecho de otro. Tristemente, esas cosas pasan con tanta frecuencia que ya no extra?an a nadie. No, no os culpo por querer seguir con vida, yo haría lo mismo. Así que marchaos y manteneos a salvo, que no os voy a condenar por ello.

A Gytha no le sorprendió que los dos hombres salieran de la habitación de mal humor. El portazo que dieron al salir fue elocuente. Les había ofrecido el perdón con una mano y los había abofeteado con la otra. Claro que podía entender lo que los había empujado a formar parte de esa siniestra conspiración. Comprendía bien por qué ahora no podían volverse atrás…, pero eran su vida y la de su hijo las que estaban en peligro, y no lograba resignarse a que no la ayudaran. No pedía sacrificios, sólo ayuda. Por desgracia, los hombres consideraban que ayudarla sería firmar sus propias sentencias de muerte, y por ello Gytha dudaba que pudiera hacerlos cambiar de parecer.

—Así que tendré que actuar sola —murmuró mientras caminaba de vuelta a la ventana y bebía de su copa de vino.

Mientras observaba las hogueras encendidas en el campamento de Thayer, Gytha dio mil vueltas a la cabeza en busca de una idea, pero las pocas que se le ocurrían no aguantaban una segunda consideración. Enseguida aparecían sus fallos, sus puntos débiles, y tenía que descartarlas. Cualquier plan necesitaba, como mínimo, la ayuda de otra persona. No podía hacer nada por su cuenta.

Oyó que alguien se acercaba y se disponía a entrar, y se preguntó si sería la persona que necesitaba, enviada por el destino. Cuando vio que quien entraba era Robert, pensó que el destino tenía un cruel sentido del humor. Robert la miró con una expresión que era una extra?a mezcla de adoración y terror.

—?Qué quieres, Robert? —le dijo con tono seco y exigente, sintiendo una extra?a mezcla de lástima y odio por el visitante.

—Quería saber si estás recibiendo buen trato.

—?Quieres saber si me tratan bien? Sí, claro. Mi encierro es muy cómodo.

—El encierro es… para mantenerte a salvo —balbuceó Robert.

—?En serio? Qué curioso, pues el hecho de que la puerta esté cerrada por fuera más parece que esté pensado para evitar que salga —se recostó contra el muro de la ventana, dejó la copa en el alféizar y cruzó los brazos sobre el pecho—. Tú has podido entrar, pero yo no he podido salir todavía.

Robert se pasó la mano por su hermoso cabello. Le pareció que Gytha estaba tan bella como siempre, a pesar de la furia helada que reflejaban sus hermosos ojos azules, a pesar de la redondez del vientre que albergaba al hijo de Thayer. También la encontraba tan inaccesible como siempre, muy lejos de su alcance. La deseaba tanto que por las noches no podía conciliar el sue?o, pero era Thayer quien la tenía. El pelirrojo, feo y enorme Thayer. Lo consideraba una gran injusticia.

—No te gustaría verte envuelta en el fragor de la batalla, así estás más segura —contestó, al tiempo que luchaba por evitar que los nervios que lo embargaban se hicieran evidentes en el tono de su voz.

—?Batalla? —Gytha se rió con acida amargura—. ?Qué batalla? Tu tío no tiene agallas para luchar con Thayer. Me está usando para atraer a mi marido a la trampa, a su propia muerte, como un cordero que marcha al sacrificio.

La incomodidad, incluso la vergüenza, que se reflejó en la expresión del rostro de Robert no conmovió a Gytha. Por ella, Robert podía revolcarse en el oprobio y la vergüenza. Era un cobarde que se limitaba a mirar mansamente cómo su tío mataba a su familia.

—No quiero hablar de eso —murmuró Robert.

—No, claro, prefieres no darte por enterado. Pero la ceguera voluntaria no salvará tu alma, Robert.

—Seré un buen marido para ti, Gytha —le contestó Robert, empezando a caminar de un lado al otro de la habitación.

—?Realmente crees que consentiré estar contigo después de que has ayudado a que asesinen a mi marido?

—Tendrás que casarte conmigo, Gytha. Es parte fundamental del plan de mi tío.

—Ah, sí. Probablemente pueda obligarme a contraer matrimonio, y entre los dos probablemente podáis forzarme a compartir tu cama, pero a lo que no podéis obligarme es a tenerte el más mínimo aprecio, a que me gustes. Conseguiréis que te odie, y más cuando tu tío pretende matar a mi hijo…

—?No, no! No es cierto. Mi tío nunca ha dicho eso.

—Sí lo dijo, y tú lo escuchaste y lo entendiste perfectamente, aunque está claro que prefieres mirar para otro lado, fingir que oíste lo contrario. Pero no podrás disimular ante el cadáver de este peque?o inocente. Entonces estarás frente a tu responsabilidad y tu culpa.

De repente Gytha se dio cuenta de que la puerta no estaba cerrada. Robert caminaba nerviosamente por el centro de la estancia, y ella se encontraba entre él y la salida. Quizá tuviera una oportunidad de escapar de la habitación. La cuestión era lo que haría cuando saliese. Todavía estaría encerrada dentro de los muros del castillo, pero al menos habría una esperanza de escabullirse, de esconderse en algún lugar donde no la encontraran. Se trataba de posibilidades muy remotas, pensó mientras caminaba hacia la puerta, pero peor era no hacer nada.