La bella de la bestia

—Y yo no quiero que lo seas.

Gytha se rió débilmente. Era el momento perfecto para hablar sobre lo que albergaba su corazón, pero se contuvo. Aún hacía, en realidad, muy poco que se conocían, todavía llevaban escaso tiempo juntos, y los sentimientos tenían que ser necesariamente inciertos, tiernos, nacientes.

Creyó verlos con claridad cuando lo encontró débil y ensangrentado. Fue un sentimiento hermoso, y por un tiempo quería guardar para sí esa certeza de que lo amaba, quería saborear en privado la sensación de estar profunda y completamente enamorada de Thayer. También quería ponerla a salvo de una respuesta insatisfactoria o del simple silencio de su marido. Emitió un gru?ido de placer cuando Thayer bajó la mano para acariciarle las nalgas.

—Estás herido…

—Sí, pero no impedido —Thayer sintió las ansias de hacer el amor que siempre lo invadían después de librar una batalla. Unas ansias que ahora se multiplicaban exponencialmente, porque la mujer que estaba entre sus brazos era Gytha.

—Debes descansar —dijo ella, preguntándose cómo era posible que pudiera sentirse tan excitada, tan fieramente apasionada, cuando hacía tan sólo un momento que se había sentido tan abatida. Y empezó a retorcerse bajo las caricias de su marido.

—La batalla me ha calentado la sangre, y tú, dulce y peque?a esposa, la has hecho arder definitivamente.

—?Estás seguro de que te queda suficiente sangre en el cuerpo como para que se te caliente?

Con facilidad, Thayer subió a Gytha sobre su cuerpo, le puso las manos en las caderas y presionó los genitales de ella contra los suyos.

—Más que suficiente. Pero ?estás demasiado cansada para poner a prueba lo que digo?

La forma suave y erótica en que Thayer frotaba su cuerpo contra ella la hizo jadear ligeramente.

—Creo que puedo intentarlo.

Thayer fue subiendo las manos por el esbelto cuerpo de Gytha, hasta que le rodeó el rostro con ellas y la atrajo hacia su propia cara. Empezó a darle besos suaves sobre los labios y ella enterró las manos en el pelo del hombre y pegó su boca contra la de él en silenciosa exigencia de un beso completo. Manteniéndola cerca, Thayer respondió con un gru?ido de placer. Ambos se besaban ahora casi con ferocidad. El poco control que el caballero hubiera podido tener sobre su ardiente necesidad se evaporó cuando Gytha continuó frotando su cuerpo contra el de él. Thayer bajó la mano por el torso de la joven y se abrió paso entre sus inquietas piernas; no necesitó oír el ronroneo de la hembra para saber que ya estaba preparada.

—Monta a tu hombre, peque?a —y agarrándola de las caderas la puso en la postura adecuada para lo que él quería.

Gytha se sonrojó, aunque no pudo discernir si el color ardiente de sus mejillas se debía a la vergüenza por lo soez de las palabras de él, o al deseo que le producía su voz ronca. Entonces lo miró a través de la cortina que formaba su pelo revuelto.

—No sé muy bien qué quieres que haga.

—Quiero que dirijas el baile. Deja que entre en ti, cari?o.

Lentamente, Gytha hizo lo que Thayer le pedía, y se sentó sobre él, uniendo sus cuerpos. La pasión, que había menguado por un instante, se reavivó de pronto y ardió con rapidez cuando Gytha sintió que él la llenaba. Con cuidado, se movió sobre el miembro del marido. El profundo gemido de Thayer le indicó que para él la posición era tan excitante como para ella. No podría explicarlo con palabras, pero estaba segura de que en ese momento se hallaban más unidos de lo que nunca habían estado.

Se movió con prudencia y delicadeza. Fue sólo un movimiento suave, pero la dejó jadeante; la sensación fue tan exquisita que le quitó el aliento. No necesitaba que las manos de Thayer se apretaran sobre sus caderas para sentir que le urgía hacerlo de nuevo. Su cuerpo se lo exigía.

A pesar de que el placer amenazaba con cerrarle los ojos, Thayer se obligó a mantenerlos abiertos. Verla sentada a horcajadas sobre él, con el placer tan claramente dibujado en su bello rostro, le complació tanto que se sintió a punto de perder el sentido. Levantó las manos y le acarició los senos, lo que hizo que ella acelerara el ritmo. Y a pesar de que quería que durara lo más posible, Thayer sabía que ninguno de los dos tenía la fuerza o la voluntad suficientes para controlar el ansia de alcanzar la cima del placer.