—?Serán ladrones? ?Habremos acampado en un país de bribones?
—Yo diría que no, Edna. Son demasiados hombres y demasiado bien armados.
—?Será otra vez obra de Robert y de su tío? —Margaret soltó a su prima, pero se mantuvo cerca a ella.
—Tal vez, pero no me atrevería a decirlo. Después de todo, estamos en una región peligrosa.
Las tres mujeres guardaron silencio y concentraron su atención en el sonido de la fiera batalla que se libraba afuera. Gytha se sorprendió a sí misma temiendo por la vida de Thayer. Ahora le extra?aba el poco miedo que sintió la primera vez que él había luchado por su vida. Por un momento, se preguntó, angustiada, si ese miedo no sería algún tipo de premonición, pero alejó la siniestra idea con rapidez. La poca preocupación durante la primera batalla se debió a su inexperiencia, a su desconocimiento de las consecuencias de cualquier enfrentamiento armado, y tal vez a la poca profundidad de lo que entonces sentía por su nuevo marido. Ahora era otra cosa. Se lo repitió una y otra vez mientras rezaba, con las manos dolorosamente entrecruzadas, para que la batalla llegara cuanto antes a su fin.
Thayer peleó y maldijo con ferocidad. Esta vez no tenía el autocontrol habitual. Sabía que ello se debía a que Gytha estaba cerca, a que podría sufrir si él fracasaba en la lucha contra los misteriosos asaltantes.
Thayer se encontró en grave peligro, justamente cuando la batalla estaba a punto de terminar y los intrusos iniciaban la retirada. Sacó su espada del cuerpo de un hombre muerto y se dio la vuelta para encontrarse cara a cara con dos robustos adversarios. Parecían frescos, como si no hubieran participado hasta ese momento en la batalla que se había desarrollado a su alrededor. él, sin embargo, sabía que estaba sudoroso y caliente, y que el cansancio empezaba a minar sus fuerzas.
—Mirad a vuestro alrededor, perros. Vuestra pandilla comienza a escapar con el rabo entre las patas, así que es mejor que os unáis a ellos —con rapidez, Thayer sacó su daga. Los amenazaba, pues, con el cuchillo en una mano y la espada en la otra.
—Si es así, entonces tendremos que enviarte al infierno un poco más rápido de lo que habíamos planeado —gritó uno de los hombres lanzándose sobre Thayer.
El guerrero pelirrojo pudo contrarrestar fácilmente la primera arremetida, pero fue menos sencillo eludir al segundo hombre al mismo tiempo. Los dos enemigos eran mucho menos diestros que él en la lucha, pero al atacar a la vez pusieron a prueba la pericia de Thayer con la espada. Muy inteligentemente, otro enemigo había distraído a Roger, que por lo general estaba siempre cuidándole la espalda. Así las cosas, necesitaría mucha suerte para salir ileso del ataque.
Su mayor preocupación era no dejar que ninguno de los dos hombres se pusiera a su espalda. Tenía que tenerlos a la vista a ambos. Pero eso requería un agotador esfuerzo de concentración. La sádica sonrisa de los asaltantes indicó a Thayer que ambos eran conscientes de la ventaja que tenían.
Durante un rato pudo defenderse sin demasiados problemas. Los hombres se dedicaron a evaluar su famosa fortaleza y su reputada habilidad, y también estudiaron su manera de pelear. Thayer sabía que trataban de tantearlo, y pronto se decidirían por uno u otro tipo de ataque final. Necesitaba asestar un golpe definitivo antes de que ellos tomaran la iniciativa.
Y finalmente llegó su oportunidad. Contuvo la acometida de uno de sus adversarios, se volvió como un rayo y encontró al otro desprotegido. Con extrema rapidez, arremetió contra él y hundió profundamente su espada en la carne del hombre, que cayó de rodillas mientras Thayer recuperaba su arma. Entonces, el otro hombre atacó de nuevo, y aunque Thayer reaccionó con suficiente velocidad como para evitar que el golpe fuera mortal, sintió cómo la hoja de acero de su oponente penetraba en el brazo con el que sostenía la espada. Se tambaleó un poco hacia atrás y se preparó para soportar otro ataque, pero las fuerzas habían empezado a abandonar su brazo herido, escapándose con la sangre que manaba de él. Rechazó cierto sentimiento de resignación que empezaba a invadirlo. Siempre había pensado que aceptar la derrota interiormente era la forma más segura de atraerla, de ser, efectivamente, vencido.