La bella de la bestia

—Ella es muy hermosa, ?no es cierto? —Gytha hizo una mueca ante la inseguridad que la pregunta le generó.

—Sí, mucho. Posee cabello de ébano y piel de marfil, ojos verdes y curvas suaves y voluptuosas. Yo era muy joven cuando la conocí, tan sólo tenía veintiún a?os. Ella andaría por los dieciséis, y para entonces ya estaba bien curtida en la coquetería cortesana, y su virtud no era más que un recuerdo. Pero yo no sólo era joven, sino también estúpido. Pensé que era una joven inocente a quien la corte, pecadora y corrupta como es, abrumaba y explotaba. Entonces me convertí en su amante.

Una punzada de dolor hizo que Gytha frunciera el ce?o. Se recordó severamente que ella no tendría más de ocho a?os cuando todo eso había pasado. Fue suficiente para mitigar el dolor.

—No te imaginas cuan despreocupadamente correspondió a mis declaraciones de amor —Thayer sacudió la cabeza—. Me hizo creer que había posibilidades de que se casara conmigo, a pesar de que yo no era más que un caballero desposeído. Le vendí mi espada a un conde, esperando que el dinero que obtuviera aliviara la triste realidad. Cuando tuve que irme, asumió increíblemente bien mi partida. Me hizo sentirme totalmente seguro de su amor.

—Entonces, ?volviste a ella?

—Sí, así es. Seis meses después, sin tierras pero con la bolsa llena de monedas, regresé. Tenía lo suficiente para comprar un feudo peque?o. Pero me encontré con que ella ya no estaba en la corte. Me costó más de dos semanas encontrarla.

—?Adónde había ido?

—A un convento, a dar a luz a mi hijo. Bek tenía ya algunos días de vida cuando encontré a Elizabeth. Se quedó sentada y me escuchó sosegadamente cuando le conté que tenía dinero y le hablé de matrimonio y de amor. En un momento dado, empezó a reírse —Gytha apretó su abrazo cuando percibió el dolor de la humillación en la voz de Thayer. Deseó poder sacar todo el dolor del corazón y del recuerdo de su marido. Era difícil hablar de ello, pero Thayer continuó—. Me dijo que nunca había pensado que yo fuera tan imbécil. Me preguntó si realmente había creído todo lo que me había prometido. Le recordé que acababa de parir a mi hijo y le dije que, con seguridad, eso probaba su amor por mí. Pero se rió de nuevo. Lo único que probaba, me dijo, era que los métodos que había utilizado para evitar que mi semilla echara raíces habían fallado. También habían fracasado todos sus intentos de deshacerse del feto. Nada más y nada menos.

—?Trató de matar al bebé que llevaba en el vientre? —murmuró Gytha profundamente conmovida.

—Sí, pero Bek fue más fuerte. Más tarde descubrí que su primer aliento bien pudo haber sido el último. Cuando la dejaron sola con el bebé, Elizabeth trató de asfixiarlo. Una de las monjas la sorprendió in fraganti; entonces le quitaron a su hijo. Las monjas disculparon sus acciones con el pretexto de que la prueba viviente de sus pecados la había llevado casi a la locura. Pero yo sabía que lo que planeaba era eliminar la prueba de su falta de castidad, pues ya le habían arreglado una boda ventajosa. Yo no podía creerlo, o no quería creerlo. Entonces la presioné una vez más para que se casara conmigo. Me tildó de idiota por haber pensado alguna vez que ella preferiría como marido un caballero sin tierras, que había tenido que vender su espada para conseguir su sustento, a un miembro de la opulenta y encumbrada familia Sevilliers, un hombre con muchas riquezas. Le dije que él dejaría de quererla en cuanto se diera cuenta de que no era virgen. Se rió abiertamente de mi advertencia. Habría sangre en su cama la noche de bodas, y los Sevilliers creerían ciegamente en su castidad.

—Entonces la dejaste y te llevaste a Bek.

—Sí, me llevé a Bek, pero no pude dejar a Elizabeth. Y ahí radica mi vergüenza. No mucho tiempo después de su matrimonio con Sevilliers, me convertí de nuevo en su amante. Por la sangre de Cristo, que ella podía jugar conmigo gracias a la ceguera de mi corazón. Pensé que yo era su único amante. Escuché muchos rumores sobre su vida disipada, pero hice caso omiso de ellos, tercamente. Qué majadero fui.