—No me parece que los castigos hayan conseguido frenarlos hasta ahora.
A él tampoco le parecían útiles, pero no pensaba confesarlo ante su mujer. Thayer sabía que invocar la necesidad del rey y del país era la única manera de lograr que Gytha aceptara su partida, aunque fuera de muy mala gana. Ella nunca le pediría que dejase de cumplir sus obligaciones de caballero. Thayer se sentía culpable por usar una triqui?uela tan tramposa para lograr que su esposa estuviera de acuerdo, pero, por el momento, lo consideraba un subterfugio necesario.
—Los asaltos no sólo provocan muertes directas bajo las espadas y las flechas, sino que causan desastres duraderos, se destruyen y se roban alimentos que la población necesita, y provocan la muerte lenta y triste por hambre y por enfermedad. Las regiones del norte no pueden sobrevivir si pierden sus provisiones. Hay que luchar para evitar llegar a esas situaciones.
—Ya lo sé, ya lo sé —Gytha suspiró y bajó a Everard de su hombro—. El glotón de tu hijo se ha quedado dormido. ?Podrías, por favor, ponerlo en su cuna? Edna no volverá hasta que no te vea salir.
Thayer atendió su petición sin vacilar. Tomó con delicadeza al bebé, que dormía, de los brazos de su madre. Gytha se hundió entre los almohadones mientras observaba a su marido acomodar a Everard en la cuna, y volver después a su lado, para sentarse en el borde de la cama. Se había quedado sin argumentos para convencerlo de quedarse. Insistir sería poner en peligro su honor y su sentido del deber. No podía hacerle eso.
Cuando el marido cogió su mano y sus miradas se encontraron, Gytha lo examinó. No había ni una pizca de arrepentimiento en él, lo que la decepcionó, pero no la sorprendió. Se había casado con un guerrero, un hombre que llevaba la mayor parte de su vida blandiendo la espada. Si se le presentaba la oportunidad de ir a luchar, aunque fuera a una sola batalla, no podía quedarse quieto.
Thayer siempre escuchaba la llamada del combate. Gytha había tenido la secreta esperanza de poder atenuar el influjo de dicha llamada, pero ahora era evidente que había fracasado. él era conocido por ser un guerrero salvaje y glorioso. Y ella, tontamente, creyó que podría endulzar esa parte de la personalidad de su marido, de hacer prevalecer su lado gentil, que era el que les mostraba a ella y a los ni?os. Pero a Thayer le hervía la sangre de cuando en cuando, ansioso por saborear la peligrosa y placentera emoción de la batalla. Si la necesidad era fuerte, Gytha sólo podría alejarlo de la lucha si trataba de retenerlo con argumentos amorosos, emocionales, vulnerando sus principios y sus sentimientos. Tenía que esconder el temor y la preocupación que sentía y dejarlo ir al campo de batalla sin lágrimas ni condenas.
—?Quieres ir a mostrar a los escoceses la furia del Demonio Rojo, verdad? —Gytha esbozó una sonrisa forzada.
—Como dice Roger, nos hemos enfrentado ya a muchos de sus fieros y pelirrojos guerreros, así que no está de más que les enviemos a alguno de los nuestros.
—?Cuándo te vas?
—Dentro de dos días —contestó con cierta timidez, pues le resultaba dolorosa su propia cobardía, que le impidió confesarlo antes.
—?Dos días? —murmuró Gytha. La inminencia de su partida la dejó conmocionada, y se le notó en la voz—. ?Tiene que ser tan pronto? ?No puedes retrasarlo unos pocos días? ?Una semana, por ejemplo?
A la joven madre le resultaba insoportable que su marido se ausentase tan pronto. No podía, o no quería, revelarle la causa de su redoblada aflicción. Apenas quedaba una semana para que la considerasen oficialmente recuperada del parto, y por tanto apta para hacer el amor. Lo ansiaba locamente. Su precipitada marcha impediría incluso la gloriosa y lúbrica despedida que anhelaba. Llevaban más de un a?o casados, y todavía no tenía suficiente confianza para contarle tales sentimientos.
Thayer gru?ó para sus adentros. Lo entendía todo, sabía lo que ella no podía decir. No había hecho más que pensar en las relaciones carnales durante los tres meses transcurridos desde el parto. Después de tanto tiempo sin poder hacerle el amor, era desolador, una tortura insoportable, dejarla de esa casta manera. La perspectiva de enfrentarse a la muerte lo hacía aún más difícil. Sin embargo, era su deber, no le quedaba más remedio que marchar. La batalla no le esperaría, sería librada con él o sin él.
Por otro lado, no se le escapaba que si caía en los delicados brazos de Gytha, podrían fallarle las fuerzas, perder el ánimo que necesitaba para llevar a cabo su plan. Aunque su dulce esposa jamás lo manipularía con artes amorosas, podía hacerlo sin querer, con su simple presencia. Hacer el amor con ella una vez más equivaldría a ponerlo ante la evidencia de lo que se arriesgaba a perder. Era mejor marchar cuanto antes, o no lo haría jamás.
—Los escoceses no serán tan considerados como para esperarme, querida —contestó él con voz apagada, sin hacer ningún esfuerzo por esconder el pesar que sentía.