—Pero Rakoczy no está solo —replique. Sus kuruc no nos pierden de vista ni un momento.
Alcott lanzo una mirada a lord Alastair, momentáneamente desconcertado, pero en seguida volvió a reír.
—Ah, ?sí? ?Y dónde están ahora vuestros kuruc?
En el sótano, seguramente.
—Esperan en la sombra —murmuré en el tono más amenazador posible—. Preparados para atacar en cualquier momento. Y son capaces de hacer trucos con sus dagas y cuchillos que parecen cosa de brujería.
Pero, por desgracia, Alcott no se dejó intimidar. Hizo unos cuantos comentarios despreciativos sobre Rakoczy y sus hombres y de nuevo se puso por las nubes por su genial planificación y su aún más genial cambio de planes.
—Me temo que hoy vuestro astutísimo conde os esperara en vano, a vos y a su Leopardo Negro. ?No queréis preguntarme que le tengo reservado?
Pero, por lo visto, Gideon había perdido el interés por las explicaciones de Alcott, porque no dijo nada. Y también lord Alastair parecía haberse hartado del parloteo del primer secretario. El lord quería ir al grano de una vez.
—Debe alejarse de aquí —dijo groseramente desvainando su espada y se?alando a lady Lavinia.
Una buena forma de entrar en materia.
—Siempre había pensado que erais un hombre de honor y que solo os batíais en duelo con adversarios armados —dijo Gideon.
—Soy un hombre de honor, pero vos sois un demonio. No me batiré en duelo con vos, sino que os sacrificaré —repuso lord Alastair fríamente.
Lavinia dejó escapar un grito ahogado.
—Yo no quería que pasara esto —susurró a Gideon.
No, claro. Ahora de pronto tenía escrúpulos. ?Por qué no te desmayas, vaca estúpida?
—?Fuera con ella, he dicho!
Era la primera vez que lord Alastair y yo estábamos de acuerdo en algo. El lord hizo zumbar su espada en el aire a modo de prueba.
—Sí, desde luego; este no es espectáculo para una dama —Alcott empujo a Lavinia al corredor—. Cerrad la puerta y vigilad que no entre nadie.
—Pero…
—Aun no os he devuelto el pagaré —susurró Alcott—. Si quiero, ma?ana mismo los alguaciles se presentaran en vuestra casa y en ese caso habrá dejado de ser vuestra.
Lavinia no dijo nada más. Alcott corrió el cerrojo, se volvió hacia nosotros y saco una daga del bolsillo de su levita, un modelo que parecía más bien ornamental. Aun así, yo debería haber estado aterrorizada, pero la verdad es que no podía decirse que sintiera auténtico miedo. Supongo que porque la situación me parecía totalmente absurda. Irreal. Como una escena sacada de una película.
Y, además, ?no teníamos que saltar de un momento a otro?
—?Cuánto tiempo nos queda todavía? —le susurré a Gideon.
—Demasiado —soltó él con los dientes apretados.
En la cara de rata de Alcott se dibujó una expresión de alegre excitación.
—Yo me encargo de la muchacha —dijo impaciente por entrar en acción—. Y vos acabáis con el joven. Pero sed prudentes. Es astuto y hábil.
Lord Alastair se limitó a lanzar un resoplido desde?oso.
—La sangre demoníaca empapará la tierra —gru?ó Darth Vader con alegría anticipada. Su repertorio de frases parecía ser extremadamente limitado.
Como Gideon, con todo el cuerpo en tensión, parecía seguir sopesando la idea de apoderarse de alguno de los inalcanzables sables de la chimenea, yo miré alrededor en busca de un arma alternativa y sin pensármelo dos veces, agarré una de las sillas acolchonadas y apunté sus frágiles patas contra Alcott.
Por alguna razón, el hombre debió de encontrarlo divertido, porque me dirigió una sonrisa aviesa y se acercó a mí lentamente, ávido de sangre. Una cosa estaba clara: fueran cual fuesen sus motivos, ya no iba a poder vanagloriarse de tener la conciencia limpia en esta vida.
También lord Alastair se acercó.
Y entonces todo sucedió de golpe.
—Quédate aquí —me gritó Gideon mientras volcaba el delicado escritorio y le daba una patada para hacerlo resbalar por el parquet hacia lord Alastair; y casi al mismo tiempo arrancó uno de los candelabros de la pared y lo lanzó con todas sus fuerzas contra el primer secretario.
El pesado objeto se estrelló contra su cabeza con un ruido horrible y el hombre se desplomo como un saco. Gideon no se entretuvo en comprobar si su ataque había tenido éxito, y mientras el candelabro volaba por los aires, salto en dirección a la colección de sables. Lord Alastair, por su parte, esquivo el escritorio, pero en lugar de tratar de impedir que Gideon cogiera los sables de la pared, en dos zancadas se plantó a mi lado. Todo ocurrió tan rápido que apenas tuve tiempo de levantar la silla con la firme intención de aplastársela a lord Alastair en la cabeza cuando su espada se movió rápidamente hacia delante.