Esmeralda (Edelstein-Trilogie #3)

El conde levantó la mano.

—?No te preocupes, querida! El traidor no sabe que Rakoczy y su gente os estarán vigilando todo el rato. Alasteir sue?a con el crimen perfecto: los cadáveres sencillamente se desvanecerán en el aire después de la agresión. —Rió—. En mi caso, naturalmente, eso no funcionaría, razón por la cual planea una muerte distinta para mí.

Muy bien, fantástico.

Antes de que hubiera podido digerir la noticia de que Gideon y yo éramos, por asía decirlo, los blancos en una competición de tiro —lo que, de hecho, tampoco cambiaba tanto mi actitud frente al baile—, el primer secretario vestido de colorines (había vuelto a olvidar su nombre) se acercó con dos vasos de vino blanco, seguido de cerca por otro viejo conocido nuestro, el rechoncho lord Brompton. El lord demostró encantado de volver a vernos y me besó la mano con mucho más entusiasmo del que exigirían las normas de cortesía.

—Ah, la velada está salvada —exclamó—. ?Me alegro tanto! Lady Brompton y lady Lavinia también os han visto, pero las han retenido en la prisa de baile. —Soltó una carcajada que hizo temblar su enorme vientre—. Me han encargado que os saque a bailar.

—Una excelente idea —dijo el conde—. ?Los jóvenes deben bailar! En mi juventud tampoco yo me perdía ninguna oportunidad de hacerlo.

?Oh, no, ahora iba a empezar lo de los dos pies izquierdos y el ?Pero ?dónde era a la derecha?? que Giordano había descrito como una ?palmaria falta de sentido de la orientación?! Quise volcar mi copa de vino sobre mi ex, pero Gideon me la cogió y se la pasó al primer secretario.

En la pista de baile la gente ya se colocaba para el siguiente minué. Lady Brompton nos saludó con el brazo entusiasmada, lord Brompton desapareció entre la multitud y Gideon me situó justo a tiempo en posición para el arranque del baile en la fila de las damas, o, para ser más precisos, entre un vestido dorado pálido y uno verde bordado. El verde pertenecía a lady Lavinia, como pude comprobar con una rápida mirada de soslayo. Estaba tan hermosa como la recordaba, y su vestido de baile ofrecía, incluso para esa moda francamente permisiva, una visión de su escote extraordinariamente generosa. Yo, en su lugar, no me habría atrevido a inclinarme, pero lady Lavinia no parecía en absoluto preocupada.

—?Qué maravilloso que volvamos a encontrarnos! —dijo dirigiendo una sonrisa radiante a todo el grupo y en particular a Gideon, antes de hundirse en la reverencia de inicio. La imité, y el pánico hizo que por un momento dejara de sentirme los pies.

Un montón de instrucciones me daban vueltas en la cabeza, y faltó poco para que me pusiera a balbucear ?La izquierda es donde el pulgar está a la derecha?, pero enseguida Gideon pasó a mi lado en el tour de main y curiosidades mis piernas encontraron el ritmo por sí solas.

Los solemnes acordes de la orquesta llenaron hasta el último rincón de la sala y las conversaciones se extinguieron a nuestro alrededor.

Gideon colocó su mano izquierda en la cadera y me tendió la derecha.

—Magnífico este minué de Haydn —dijo en tono de charla—. ?Sabías que el compositor estuvo muy cerca de unirse a los Vigilantes? Dentro de unos diez a?os, en uno de sus viajes a Inglaterra. Por entonces estaba valorando la opción de instalarse de forma permanente aquí en Londres.

—No me digas —Pasé junto a él y ladeé un poco la cabeza para sostenerle la mirada—. Hasta ahora solo sabía que Haydn era un torturador de ni?os.

O al menos a mí me había torturado en mi ni?ez, cuando Charlotte practicaba sus sonatas para clavicordio con el mismo encarnizamiento con que en la actualidad se dedicaba a la búsqueda del cronógrafo. Pero no tuve ocasión de explicárselo a Gideon, porque entretanto ya habíamos pasado de una figura a cuatro a bailar en un gran círculo y yo tenía que concentrarme en moverme hacia la derecha.

No sabría decir con exactitud cuál fue el motivo, pero de repente aquello empezó a divertirme de verdad. Las velas proyectaban una luz maravilla sobre los suntuosos vestidos de noche, la música ya no sonaba aburrida y polvorienta, sino que parecía justo la apropiada, y a mi alrededor los bailarines reían relajadamente. Incluso las pelucas no parecían tan ridículas, y por un momento me sentí increíblemente ligera y libre. Cuando el círculo se deshizo, floté hacia Gideon como si nunca hubiera hecho otra cosa, y él me miró como si de pronto estuviéramos solos en la sala.

En mi extra?a euforia, me olvidé de todo y le dirigí una sonrisa radiante sin preocuparme de la recomendación de Giordano sobre la importancia de no ense?ar nunca los dientes en el siglo XVIII. Por alguna razón, mi sonrisa pareció desconcertar por completo a Gideon, que alargó la mano hacia mi mano extendida, pero en lugar de colocar sus dedos suavemente bajo los míos, los aferró con fuerza.