Antes había estado pensando, preocupada, en cómo podríamos llegar al vestíbulo sin llamar la atención, pero cuando no sumergimos en el barullo que organizaban los invitados al baile, me pregunté por qué nos habíamos tomado la molestia de aparecer en el sótano. Supongo que por puro hábito, porque habríamos podido saltar directamente arriba sin que nadie se enterara.
Mi amigo James no había exagerado. El hogar de lord y lady Pimplebottom era realmente suntuoso. Bajo los tapices de damasco, los estucados, las pinturas y los techos decorados con frescos de los que colgaban ara?as de cristal, mi vieja escuela estaba irreconocible. Los suelos estaban revestidos de mosaico y cubiertos con gruesas alfombras, y en el camino al primer piso me pareció como si hubiera más pasillos y escaleras que en mi época.
Y estaba repleto de gente y de ruido. En nuestra época habrían suspendido la fiesta por exceso de ocupación o los vecinos habrían denunciado a los Pimplebottom por escándalo nocturno. Y eso que hasta ese momento solo habíamos visto el vestíbulo y los corredores.
Porque la sala de baile jugaba en otra liga. Ocupaba medio primer piso y estaba atestada de gente, reunida en grupitos o en largas filas para bailar. La sala zumbaba como una colmena con el ruido de sus voces y sus risas, aunque en realidad la comparación se quedaba corta, porque el número de decibelios seguro que alcanzaba al de un Jumbo despegando en Heathrow. Al fin y al cabo había unas cuatrocientas personas que tenían que hablarse a gritos, y la orquesta de veinte músicos de la tribuna tenía que imponerse al ruido que hacían. Todo el conjunto estaba iluminado por un número tan grande de velas que instintivamente busqué un extintor con la mirada.
Para abreviar, entre el baile y la soirée a la que habíamos asistido en casa de los Brompton existía la misma relación que entre un club nocturno y una reunió para tomar el té de la tía Maddy.
Nuestra aparición no llamó especialmente la atención, sobre todo porque en la sala había un continuo trasiego de gente que entraba y salía, si bien algunas de las pelucas blancas nos miraron con curiosidad, y Gideon me sujetó el brazo con más fuerza. Noté cómo me repasaban de arriba abajo, y sentí la urgente necesidad de volver a mirarme en un espejo para ver si no se me había quedado pegada alguna telara?a.
—Todo va bien —dijo Gideon—. Estás perfecta.
Carraspeé cohibida.
Gideon me miró desde todo lo alto que era sonriendo.
—?Estás lista? —susurró.
—Estoy lista si tú lo estás —respondí sin reflexionar. Sencillamente me salió así, y por un momento pensé en lo bien que los habíamos pasado antes de que él me traicionara de forma ignominiosa. Aunque, bien mirado, tampoco había sido tan divertido.
Un grupito de muchachas empezó a cuchichear cuando pasamos junto a ellas, no sé si por mi vestido o porque encontraban genial a Gideon. Procuré mantenerme lo más erguida posible. La peluca estaba sorprendentemente bien equilibrada y seguía cada movimiento de mi cabeza, aunque por el peso me imagino que podía compararse con una de esas jarras de agua que las mujeres africanas llevan sobre la coronilla. Mientras cruzábamos la sala, miré en todas direcciones para ver si encontraba a James. Al fin y al cabo, era el baile de sus padres; lo normal era que estuviera presente, ?no? Gideon, que les sacaba un palmo a la mayoría de los hombres que se encontraban en la sala, enseguida localizó al conde de Saint Germain. Con su elegancia característica, el conde conversaba en un estrecho balcón con un hombrecillo vestido con ropas de colores vivos que me resultaba vagamente familiar.
Sin pensármelo, me hundí en una profunda reverencia, aunque inmediatamente me arrepentí al recordar cómo aquel hombre, con su voz suave, me había partido el corazón en diez mil pedacitos minúsculos en nuestro último encuentro.
—Mis queridos muchachos, puntuales como un reloj —dijo el conde, y nos indicó con un gesto que nos acercáramos.
A mí me obsequió con una condescendiente inclinación de cabeza (todo un honor, sin duda, dado que se suponía que como mujer yo tenía un cociente intelectual que iba, como mucho, de la puerta del balcón a la vela más próxima). Gideon, en cambio, se vio agraciado con un cordial abrazo.
—?Qué me decís, Alcott? ?Podéis reconocer algo de mi herencia en los rasgos de este apuesto joven?
El hombre del vestido de papagayo sacudió la cabeza sonriendo. Su cara larga y delgada no solo estaba empolvada, sino que además se había maquillado las mejillas con colorete como si fuera un payaso.
—Diría que existe cierta similitud en el porte.
—Oh, desde luego. ?Cómo podría compararse mi envejecido rostro con uno tan joven como este? —El conde frunció los labios en una mueca irónica—. Los a?os han causado tales estragos en mis facciones que a veces me cuesta reconocerme en el espejo. —Se dio aire con un pa?uelo—. Pero aún no os he presentado: el honorable Albert Alcott, actual primer secretario de la logia.
—Ya nos hemos encontrado antes en diversas ocasiones en nuestra visita a Temple —dijo Gideon inclinándose con una ligera reverencia.