Después de la decisión de Falk de cambiar de planes, se había desencadenado una actividad frenética entre los Vigilantes, y finalmente me enviaron a la Sala del Cronógrafo acompa?ada de un ofendido mister Marley. Se le notaba a la legua que habría preferido mil veces estar presente en las deliberaciones que preocuparse por mí, y por eso tampoco me atreví a preguntarle por la operación ópalo, sino que me limité a mirar al frente con la misma cara de fastidio que él. Nuestra relación se había deteriorado claramente en los dos últimos días, pero mister Marley era la última persona que me preocupaba en ese momento.
En el a?o 1953 me comí primero la fruta, luego las galletas y finalmente me tendí en el sofá y me arrebujé bajo las mantas. A pesar de la desagradable luz que emitía la bombilla del techo, a los cinco minutos ya estaba durmiendo como un tronco. Ni siquiera el recuerdo del fantasma sin cabeza que supuestamente rondaba por allí pudo evitarlo. Me desperté reanimada de mi sue?o justo a tiempo para el salto de vuelta, y ya estuvo bien que fuera así, porque si no habría aterrizado ruidosamente en posición horizontal a los pies de mister Marley.
Mientras mister Marley, que se limitó a saludarme con una seca inclinación de cabeza, escribía su informe en el diario (seguramente algo así como ?La aguafiestas de Rubí, en lugar de cumplir con su deber, ha estado holgazaneando y zampando fruta en el a?o 1953)?, le pregunté si el doctor White aún estaba en el edificio. Me moría por saber por qué no me había desenmascarado y había revelado que mi enfermedad era fingida.
—Ahora no tiene tiempo de ocuparse de sus tonte… de su enfermedad —respondió mister Marley—. En estos momentos todos se están preparando para salir hacia el Ministerio de Defensa para la operación ópalo.
Un ?Y yo no puedo estar allí por tu culpa? flotaba en el aire con tanta claridad como si lo hubiera pronunciado.
?El Ministerio de Defensa? ?Y eso por qué? Seguramente no valía la pena que me molestara en preguntárselo al ofendido mister Tomate, porque tal como estaban las cosas entre nosotros, seguro que no me hubiera explicado nada. De hecho, parecía haber decidido que lo mejor era dejar de hablar conmigo. Cogiendo el pa?uelo con la punta de los dedos, me vendó los ojos y me condujo sin decir palabra a través del laberinto de pasadizos de los sótanos, con una mano en mi codo y la otra en torno a mi cintura. A cada paso que daba, el contacto físico se me iba haciendo cada vez más molesto, sobre todo porque tenía las manos calientes y sudadas, y apenas podía esperar ya a sacudírmelas de encima cuando por fin subimos por la escalera de caracol y llegamos a la planta baja.
Suspirando, me quité la venda y le expliqué que yo solita podía encontrar la limusina.
—Aún no le he dicho que podía quitarse el pa?uelo —protestó mister Marley—. Y, además, forma parte de mis tareas acompa?arla hasta la puerta de su casa.
—?Deje eso! —Irritada, le di un manotazo cuando trató de volver a atarme la venda en torno a la cabeza—. De todos modos, ya conozco el camino, y si es imprescindible que vayamos juntos hasta la puerta de mi casa, le aseguro que no será con su mano en mi cintura.
Volví a ponerme en marcha, y mister Marley me siguió resoplando de indignación.
—?Se comporta usted como si la hubiera tocado con intenciones deshonestas!
—Sí, exacto —dije para enojarlo.
—?Vamos, esto ya es…! —chilló mister Marley, pero sus palabras quedaron ahogadas por un griterío en francés.
—?Ni se atreva a pasearse por ahí sin su cuello, joven! —La puerta del taller de la modista se abrió de golpe ante nosotros, y Gideon salió seguido de cerca por madame Rossini, que agitaba frenéticamente las manos y un pedazo de tela blanca con aspecto de estar furiosa—. ?Deténgase ahora mismo! ?Cree que he cosidó este cuello solo paga divegtigme?
Gideon se paró al vernos. Y yo hice lo propio, solo que, no de una forma tan relajada como él, sino más bien al estilo estatua de sal. Y no porque estuviera sorprendida por esa chaqueta curiosamente acolchada que hacía que sus hombros parecieran los de un luchador cargado de anabolizantes, sino porque, por lo visto, siempre que me lo encontraba no podía hacer más que quedarme mirándolo con cara de boba y tener palpitaciones.
—?Como si yo quisiera tocarla voluntariamente! ?Solo lo hago porque debo hacerlo! —chilló mister Marley detrás de mí, y Gideon enarcó una ceja y me sonrió burlonamente.
Me apresuré a sonreír tan burlonamente como él y deslicé la mirada tan despacio como pude de la ridícula chaqueta, pasando por los pantalones bombachos, hasta las pantorrillas embutidas en medias y los zapatos con hebillas.
—?Autenticidad, joven! —Madame Rossini seguía haciendo molinetes en el aire con el cuello—. ?Cuántas veces tengo que explicárselo? Ah, ahí está mi pobre cuellecitó de cisne enfermo. —Una gran sonrisa iluminó su cara redonda—. Bonsoir, ma petite. Dile a este cabeza de chorlito que no debe hacerme rabiar. (Casi se atragantó al decir ?gabiag?.)
—Está bien. Traiga eso. —Gideon dejó que madame Rossini le colocara el cuello—. Claro que de todos modos no va a verme mucha gente; y aunque me vieran, la verdad es que no puedo imaginar que fuera algo normal llevar día y noche una faldita de ballet tan rígida como esta atada al cuello.
—Pues sí que la llevaban, en todo caso en la cogté.