Mi mirada se deslizó hacia el cronógrafo. Para mí era exactamente igual que el cronógrafo con el que había viajado hasta allí: un aparato complicado lleno de trampillas, palancas, cajoncitos, ruedecitas y botones, decorando por todas partes con miniaturas.
—Podrías contradecirme —dijo Lucas un poco ofendido—, diciendo, por ejemplo: ??Pero si eres jovencísimo para empezar a sentirte viejo!?.
—Oh, sí, claro que lo eres. Aunque el bigote te hace parecer mucho más mayor.
—Respetable y serio —dice Arista.
Me limité a enarcar las cejas significativamente, y mi joven abuelo se inclinó refunfu?ando sobre el cronógrafo.
—Fíjate bien. Con estas diez ruedecitas de aquí se ajusta el a?o. Y antes de que me preguntes por qué se necesitan tantas casillas para eso, te diré que se escriben en números romanos; espero que los domines.
—Eso creo.
Cogí un cuaderno de anillas y un bolígrafo de la cartera. Era imposible que pudiera asimilar toda esa información si no tomaba notas al mismo tiempo.
—Y de ese modo fijas el mes. —Lucas se?aló otra rueda dentada—. Pero, cuidado, por alguna razón solo en este paso únicamente hay que proceder siguiendo el antiguo sistema del calendario celta; el uno designa a noviembre, y octubre lleva, por tanto, el número doce.
Puse los ojos en blanco. ?Típico de los Vigilantes! Hacía tiempo que sospechaba que complicaban tanto las cosas sencillas para dárselas de importantes. Pero apreté los dientes y al cabo de unos veinte minutos me di cuenta de que tampoco había que ser un genio para aprender todo aquello una vez se había comprendido el sistema.
—No te preocupes, ya lo he captado —interrumpí a mi abuelo cuando ya iba a empezar otra vez desde el principio, y cerré mi libreta—. Ahora tenemos que registrar mi sangre. Y luego… ?qué hora es, por cierto?
—Es importante que no cometas ni el más mínimo error en el ajuste. —Lucas miraba fijamente el cuchillo japonés, que yo había vuelto a sacar del estuche—. Si no, vete a saber dónde… cuándo aterrizarías. Y lo que es peor aún, no tendrías ningún control sobre cuándo saltas de vuelta. Oh, Dios mío, este cuchillo tiene un aspecto terrible. ?De verdad quieres hacerlo?
—Naturalmente. —Me subí la manga—. Lo único que no tengo claro es dónde sería mejor cortar. Una herida en la mano llamaría la atención cuando salte de vuelta, y además de un dedo solo saldrían unas gotitas.
—No si te cercenas la punta del dedo —dijo Lucas estremeciéndose—. Eso te hace sangrar como un cerdo; yo mismo lo probé una vez…
—Creo que elegiré el antebrazo. ?Preparado?
De algún modo era divertido ver que Lucas tenía mucho más miedo que yo. Mi abuelo tragó saliva con esfuerzo y agarró con las dos manos la taza de té floreada que debía recoger la sangre.
—?Por ahí no pasa una arteria principal? Oh, Dios mío, me tiemblan las rodillas. Al final te desangrarás aquí, en el a?o 1956, por culpa de la irresponsabilidad de tu propio abuelo.
—Es una arteria gruesa, pero hay que cortarla longitudinalmente para desangrarse. Lo leí no sé dónde. Parece que muchas suicidas se equivocan con eso, y luego los salvan a todos y ya saben para la próxima vez cuál es la forma correcta de hacerlo.
—?Por el amor de Dios! —gritó Lucas.
Yo misma sentía una especia de flojera en el estómago, pero no tenía más remedio que seguir adelante. Las situaciones especiales requieren medidas especiales, habría dicho Leslie. De modo que ignoré la mirada horrorizada de Lucas y apoyé la hoja sobre la parte interna del antebrazo, unos diez centímetros por encima de la mu?eca. Sin presionar mucho, la moví transversalmente sobre la blanca piel. Aunque solo tenía que ser un corte superficial, se hundió más de lo que esperaba; la fina línea roja se ensanchó rápidamente y goteó sangre de la herida. El dolor, una desagradable quemazón, llegó un segundo más tarde. Formando un reguero fino pero continuo, la sangre se deslizó por el brazo y cayó en la taza de té que temblaba en la mano de Lucas.
—Corta la piel como si fuese mantequilla —dije impresionada—. Ya lo dijo Leslie que este cuchillo es realmente mortífero.
—Guárdalo ya —exigió Lucas, que parecía que iba a vomitar de un momento a otro—. Demonios, realmente tienes mucho coraje. Una auténtica Montrose, podría decirse, fiel a nuestro lema familiar…
Reí entre dientes.
—Sí, seguro que lo he heredado de ti.
La sonrisa de Lucas resultó un poco forzada.
—?Y no te duele?
—Claro que me duele —dije, y eché una ojeada a la taza—. ?Basta con esta cantidad?
—Sí, debería bastar.
Lucas parecía un poco mareado.
—?Quieres que abra la ventana?