Esmeralda (Edelstein-Trilogie #3)

Quise mantener los ojos abiertos en vano. La barbilla me topó contra el pecho, mi cabeza basculó hacia un lado y finalmente se me cerraron los ojos. La oscuridad me envolvió.

Quizá esta vez me haya muerto de verdad, fue lo primero que me pasó por la mente cuando recuperé la conciencia, pero el hecho es que no me imaginaba a los ángeles como unos chiquillos desnudos que, aparte de sus imponente mofletes, solo llamaban la atención por su sonrisa boba, como ocurría con los ejemplares ta?edores de arpa que tenía delante. Ejemplares que, por otra parte, solo estaban pintados en el techo. Volví a cerrar los ojos. Tenía la garganta tan seca que apenas podía tragar saliva. Estaba tendida sobre algo duro y me sentía tan infinitamente cansada, que tenía la sensación de que nunca podría volver a moverme.

En algún sitio detrás de mí sonaba una melodía. Era el motivo de la marcha fúnebre del Crepúsculo de los dioses, la opera favorita de lady Arista. La voz que tarareaba con una animación fuera de lugar me resultaba vagamente conocida, pero no podía ponerle nombre. Y tampoco podía ver a quien pertenecía, porque sencillamente no lograba abrir los ojos.

—Jake, Jake —dijo la voz—. Nunca habría pensado que precisamente tú fueras a descubrir mi secreto; pero en adelante tampoco tu latín de médico va a poder servirte de nada. —La voz rió suavemente—. Porque cuando despiertes, ya hará tiempo que habré puesto pies en polvorosa. Brasil en esta época del a?o es muy agradable, ?sabes? Viví allí a partir de 1940. Y también Argentina y Chile tienen mucho que ofrecer. —La voz hizo una pausa para silbar unas notas del tema de Wagner—. Siempre me he sentido atraído por Sudamérica. Brasil, por otra parte, tiene a los mejores cirujanos plásticos del mundo. Ellos me liberaron de los párpados caídos, la nariz ganchuda y el mentón huidizo. Y por eso, desafortunadamente, ya no me parezco en nada a mi propio retrato.

Empezaba a sentir un hormigueo en los brazos y en las piernas, pero me dominé y seguí inmóvil. Tal vez fuera más ventajoso para mí permanecer quieta de momento.

La voz rió.

—De todos modos, aunque alguien me hubiera reconocido en la logia —continuó—, estoy seguro de que ninguno de vosotros habría tenido suficiente seso para sacar las conclusiones correctas. A parte de ese obstinado de Lucas. La verdad es que no faltó mucho para que me desenmascarara… Ay, Jake, y ni siquiera tú fuiste capaz de ver que no había sucumbido a un infarto, sino a los pérfidos métodos de Marley sénior. Porque vosotros, los hombres, siempre veis lo que queréis ver.

—Eres un hombre muy tonto y muy malo —pió una voz horrorizada en algún lugar detrás de mí. ?El peque?o Robert!—. ?Le has hecho da?o a mi papá! —sentí una corriente de aire frío—. ?Y qué has hecho con Gwendolyn?

Eso justamente me estaba preguntado. ?Qué me habían hecho? ?Y por qué no oía nada sobre Gideon?

Se oyó un tintineo seguido del chasquido de una maleta al cerrarse.

—Siempre listo para defender en todo momento la causa de los Vigilantes. Salvar a la humanidad de todas las enfermedades, vaya estupidez. —Un bufido de desprecio—. ?Como si la humanidad se mereciera algo así! A Gwendolyn en todo caso ya no podrás ayudarla. —La voz se movía de un lado a otro por la habitación, y poco a poco empecé a intuir con quién tenía que vérmelas, aunque no pudiera creerlo—. Está tan muerta como esas ratas de laboratorio que tú siempre diseccionas. —La voz rió suavemente—. Lo que, por cierto, es una comparación y no una metáfora.

Abrí los ojos y levanté la cabeza.

—Aunque también podría utilizarse perfectamente como un símbolo, ?verdad, míster Whitman? —pregunté, e inmediatamente lamenté haberme descubierto.

?Ni rastro de Gideon! Solo estaba el doctor White, que yacía inconsciente en el suelo no muy lejos de mí, con la cara tan gris como su traje. Y el peque?o Robert, que se encontraba agachado junto a su cabeza con aire afligido.

—Gwendolyn.

Debo de reconocer que mister Whitman mostró un gran dominio de sí mismo al no pegar un grito, ni dar, de hecho, la menor muestra de excitación. Sencillamente se quedó plantado bajo el retrato del conde de Saint Germain, con la mano apoyada en el asa de una maleta con ruedas y una funda de ordenador portátil colgada al hombro, mirándome fijamente. Llevaba un elegante abrigo gris con un pa?uelo de seda y se había levantado las gafas de sol, que se le apoyaban en el pelo como si fuera Brad Pitt en unas vacaciones en la playa. No se parecía en nada al conde del retrato de encima.

Me senté con la mayor dignidad posible (el voluminoso vestido dificultaba un poco las cosas) y me di cuenta de que había estado tendida sobre el escritorio.

Mister Whitman chasqueó la lengua, miró el reloj y luego soltó la maleta.

No pude evitar que se me escapara una sonrisa.

—?No es verdad? —pregunté.

Mister Whitman se acercó y con un movimiento rápido sacó una pistolita negra del bolsillo de su abrigo.

—?Cómo ha podido pasar? ?Rakoczy no removió bien la bebida?