—Gwendolyn —empezó a decir muy serio—, pase lo que pase…
No pudo seguir, porque en ese instante la puerta de mi lado se abrió de golpe, y cuando ya iba a girarme para echarle una bronca al inefable mister Marley vi que quien nos había interrumpido no era él, sino mister George, que se pasaba la mano por su resplandeciente calva con aire preocupado.
—?Gideon, Gwendolyn, por fin! —dijo en tono de reproche—. Llegáis más de una hora tarde.
—Los más guapos de la fiesta siempre se hacen esperar —graznó Xemerius saltando de mi regazo. Le lancé una mirada a Gideon, suspiré y bajé del coche.
—Vamos, chicos —nos apremió mister George mientras me cogía del brazo—. Ya está todo preparado.
?Todo? era un sue?o de bordados y puntillas color crema combinados con terciopelo y brocado de un frío tono dorado para mí y una levita con colores vivos para Gideon.
—?Esto que veo son monos? —Gideon miró la prenda como si estuviera impregnada de cianuro.
—Para ser más precisos, monos capuchinos.
Madame Rossini le dirigió una sonrisa radiante y le aseguró que los animales exóticos era el último grito en 1782. Y ya iba a extenderse sobre lo que le había costado generar los datos del bordado para su máquina de coser a partir de documentos originales cuando mister George, que estaba esperando ante la puerta mirando su reloj dorado, intervino para cortarla. No me explicaba por qué tenía tanta prisa. Al fin y al cabo, para el conde, la hora que fuera no representaba ninguna diferencia.
—Hoy elapsaréis en la Sala de Documentos —anunció mister George abriendo la marcha.
Hasta ese momento ni Falk ni los otros Vigilantes habían hecho acto de presencia. Seguramente estarían sentados en la Sala del Dragón renovando sus votos o brindando por las reglas de oro o haciendo lo que sea que los Vigilantes suelen hacer.
La única persona con la que nos cruzamos fue mistress Jenkins, que nos saludó con la mano y se alejó apresuradamente por el pasillo cargada con un grueso archivador. (?Y eso en domingo!).
—Mister George, ?cuáles son las instrucciones para hoy? —preguntó Gideon—. ?Hay algún detalle en concreto que debamos tener en cuenta?
—Veamos, para el conde de Saint Germain ha pasado tanto tiempo desde el baile como para vosotros, es decir, dos días —explicó mister George con aire solícito—. A nosotros mismos nos han desconcentrado un poco las instrucciones de la carta. Según ellas, tu visita debe durar solo quince minutos, mientras que Gwendolyn deberá permanecer con él tres horas y media. Pero suponemos que a ti se te confiarán otras tareas para las que se requerirán tu contingente de tiempo, ya que ha hecho constar expresamente que no debéis elapsar antes de verle. —Calló un momento y miró a través de la gruesa ventana, que ofrecía una buena panorámica de la Temple Church—. Las indicaciones que nos ha facilitado al respecto no nos han aclarado demasiado las cosas, pero… por lo visto el conde está seguro de que el círculo de sangre va a cerrarse de forma inminente. Ha escrito que todos debemos estar preparados para el momento.
—Oh, oh —dijo Xemerius.
Oh, oh pensé yo, y le lancé una rápida mirada a Gideon. Aquello sonaba como si el conde hubiera contado con el fracaso de la operación Zafiro y Turmalina negra, que en realidad estaba prevista para el día anterior, y desde el principio hubiera tenido en mente otro plan.
Posiblemente un plan más genial que el nuestro.
Mi excitación nerviosa dio paso a un miedo cerval. La idea de quedarme sola con el conde me ponía la carne de gallina. Como si pudiera leer mis pensamientos, Gideon se detuvo y me atrajo hacia sí sin preocuparse por mister George.
—Todo irá bien —me susurró al oído—. No olvides que él no puede hacerte nada. Y mientras no lo sepa, estarás segura.
Me aferré a él como un mono capuchino.
Mister George carraspeó.
—Me alegro de que hayáis arreglado vuestras diferencias —dijo, y una pícara sonrisa asomó a su rostro—. Pero, de todos modos, debemos seguir adelante.
—?Procura cuidar de ella, cabeza de serrín! —oí bramar aún a Xemerius, y un instante después había saltado al a?o 1782.
Lo primero que vi al aterrizar fue la cara de Rakoczy a solo medio metro de mí. Lancé un gritito y salté de lado, y también Rakoczy retrocedió sobresaltado.
Entonces resonó una risa, una risa agradable y melodiosa, que, sin embargo, hizo que todos los pelos de la nuca se me pusieran de punta.
—Ya te dije que sería mejor que te hicieras a un lado, Miro.
Mientras Gideon aterrizaba junto a mí, me volví despacio. Ahí estaba: el conde de Saint Germain, enfundado en una sencilla levita gris verdosa y, como siempre, con una peluca blanca. El conde se apoyó en su bastón, y por un momento pareció un hombre frágil y viejo, terriblemente viejo.