Apunté con la punta de la espada al cuello de James.
—Hummm… de verdad, James, ?pensaba que las cosas irían de otro modo, tienes que creerme! Por mí estaría encantada de que siguieras apareciéndote para siempre en la escuela. ?Dios mío, te voy a echar tanto de menos! Si no me equivoco, este será nuestro último encuentro. —Las lágrimas asomaron a mis ojos. James parecía a punto de desmayarse.
—?Podéis quedaros con mi bolsa si necesitáis dinero, pero, por favor, perdonadme la vida! —susurró.
—Sí, sí, muy bien —dijo Gideon, y tras apartar a un lado el ancho cuello del manto, le clavó directamente la lanceta de la vacuna en el pescuezo. Al sentir la incisión en su piel, James lanzó un débil gemido.
—?Lo normal no es hacerlo en el brazo? —pregunté.
—Normalmente tampoco le retuerzo el brazo a nadie para hacer esto —respondió Gideon refunfu?ando, y James volvió a gemir.
—La verdad, es un poco tonto que tengamos que despedirnos así —le dije, y no pude contener un sollozo—. ?Preferiría abrazarte en lugar de sostener una espada contra tu cuello! Tú siempre has sido mi mejor amigo en la escuela, junto con Leslie. —La primera lágrima rodó por mi mejilla—. Y si no fuera por ti, nunca hubiera comprendido cuál es la diferencia entre alteza, serenísima e ilustrísima…
—Ya está —dijo Gideon, y soltó a James, que retrocedió dos pasos tambaleándose y se sujetó el cuello—. ?En realidad habría que ponerle un esparadrapo, pero también funcionará sin él! Procurad que no se infecte. —Gideon me cogió la espada de la mano—. Ahora subiréis a vuestro caballo y seguiréis cabalgando sin volver la vista, ?comprendido?
James asintió con la cabeza. Sus ojos seguían dilatados de espanto, como si aún no pudiera creer que todo hubiera acabado.
—Adiós —sollocé yo—. ?Adiós, James August Peregrin Pimplebottom! ?Has sido el mejor fantasma que he conocido!
Con las piernas temblorosas y jadeando pesadamente, James subió a su caballo.
—La espada estará bajo el casta?o, si queréis recuperarla —dijo Gideon, pero James ya le había clavado las espuelas a Héctor. Los estuve mirando hasta que desaparecieron entre los árboles.
—?Satisfecha? —me preguntó Gideon mientras recogía nuestras cosas.
Me sequé las lágrimas de las mejillas y le sonreí.
—?Gracias! Es guay tener un amigo estudiante de medicina.
Gideon sonrió irónicamente.
—?Vale, pero juro que esta será la última vez que vacune a alguien contra la viruela! Los pacientes son tan desagradecidos…
Los que son amados no pueden morir, porque amor significa inmortalidad.
Emily Dickinson
Capítulo XV
—?Dale gas, viejo! —gritó Xemerius acurrucado en mi regazo en el asiento del acompa?ante del Mini de Gideon, que avanzaba a paso de tortuga por el Strand entre el tráfico de primera hora de la tarde—. Poco a poco se acerca la hora del enfrentamiento decisivo con el maligno.
—Chitón —le murmuré a Xemerius—. Por mí el conde puede esperar por los siglos de los siglos.
—?Cómo dices? —Gideon me miró extra?ado.
—No, nada. —Miré hacia fuera de la ventana—. Gideon, ?crees que realmente bastará con lo que hemos pensado? —Mi euforia de la ma?ana se había esfumado y había sido sustituida por una especie de excitación nerviosa de esas que hacen que no puedas parar de morderte las u?as.
Gideon se encogió de hombros.
—En todo caso nuestro plan es mejor que… ?cómo lo llamaste?; ah, sí, la ?estrategia general de actuación? de esta ma?ana.
—Yo no lo llame así, fue Leslie —le corregí.
Durante un rato permanecimos callados, absortos en nuestros pensamientos. Supongo que aún no nos habíamos recuperado del todo de nuestro encuentro con Lucy y Paul. Yo, en todo caso, no me había dado realmente cuenta de lo estresantes que podían ser los viajes en el tiempo hasta que en el salto de vuelta habíamos interrumpido en un ensayo del coro de la iglesia y habíamos tenido que escapar a todo correr, perseguidos por varias vociferantes sopranos que debían de rondar los setenta a?os. Pero al menos ya estábamos preparados para nuestro encuentro con el conde de Saint Germain. Había sido Lucy la que nos había ayudado a dar con la idea clave, y esta idea era también la razón de que me estuviera quedando sin u?as.
—?Chico, a ver si conduces como Dios manda! —chilló Xemerius tapándose los ojos con las zarpas—. ?El semáforo no podía estar más rojo!
Gideon apretó el acelerador y se saltó la preferencia del paso de un taxi antes de girar a la derecha en dirección al cuartel general de los Vigilantes. Poco después frenó haciendo chirriar los neumáticos en el aparcamiento. Se volvió hacia mí y me apoyó las manos en los hombros.