—?Oh, mierda!
Había pisado un charco. Y junto al charco vi una rata marrón oscuro que parpadeaba a la luz de mi linterna. Lancé un chillido. En la lengua de las ratas debía significar ?Eres una monada?, porque la rata me miró con sus ojos rojos, se levantó sobre sus patitas traseras e inclinó la cabeza de lado.
—?No eres una monada! —chillé—. ?Largo de aquí!
—?Dónde te has metido?
Gideon ya había desaparecido tras la siguiente esquina.
Tragué saliva e hice de tripas corazón para pasar junto a la rata. De hecho, tampoco eran como perros que se te echaban encima y te mordían las pantorrillas, ?o tal vez sí? Para mayor seguridad, deslumbré al bicho con la linterna y le seguí enfocando hasta que casi había alcanzado la esquina donde me esperaba Gideon. Entonces, ya más tranquila, giré la linterna para apuntar hacia delante y volví a lanzar un chillido. Al final del corredor había aparecido la silueta de un hombre.
—Ahí hay alguien —susurré.
—?Mierda! —Gideon me agarró del brazo y me arrastró rápidamente hacia las sombras. Aunque no hubiera chillado, la luz de mi linterna me hubiera traicionado de todos modos.
—?Creo que me ha visto! —volví a susurrar.
—?Sí, te he visto! —dijo Gideon malhumorado—. ?Seré estúpido! ?Vamos! ?Sé amable conmigo! —Y, acto seguido, me dio un empujón que me devolvió de vuelta al pasillo dando traspiés.
—Pero ?qué dem…? —susurré al sentirme atrapada en el haz de luz de una linterna.
—?Gwendolyn? —dijo Gideon desconcertado.
Pero esta vez su voz venía de delante. Aún necesité medio segundo para comprender que nos habíamos tropezado con el anterior yo de Gideon, que en ese momento se dirigía a entregar la carta al gran maestre. Le apunté con la linterna. ?Oh, Dios, era él! Gideon se quedó parado a unos metros de distancia, contemplándome con cara de consternación. Durante dos segundos nos cegamos el uno al otro con las linternas, y luego él dijo:
—?Qué haces aquí?
No pude reprimir una sonrisa.
—Oh, es un poco complicado de explicar —dije, ?aunque me habría gustado decirle que no había cambiado nada!
El otro Gideon agitaba las manos frenéticamente detrás de la esquina.
—?Explícamelo de todos modos! —exigió su yo más joven acercándose a mí.
—Un momento, por favor. —Sonreí con amabilidad a su versión más joven—. Tengo que aclara algo rápidamente. Volveré enseguida.
Pero, por lo visto, ni el viejo ni el joven Gideon estaban para conversaciones. Mientras el más joven me seguía y trataba de sujetarme por el brazo, el más viejo no esperó a que asomara la cabeza por la esquina, sino que saltó hacia delante y golpeó a su álter ego con todas sus fuerzas en la frente con su linterna. El Gideon más joven se desplomó como un saco de patatas.
—?Le has hecho da?o!
Me arrodillé y observé horrorizada la herida sangrante.
—Sobrevivirá —dijo el otro Gideon sin inmutarse—. ?Ven, tenemos que seguir adelante! La entrega ya ha tenido lugar, este de aquí —se dio una patadita a sí mismo— ya estaba de vuelta cuando te encontró.
Sin hacerle caso, acaricié cari?osamente el cabello de su yo inconsciente.
—?Te has dejado K.O. A ti mismo! ?Aún recuerdas lo cruel que fuiste conmigo por eso?
Gideon sonrió débilmente.
—Sí, lo recuerdo —dijo—. Y lo siento de verdad. Pero ?quién puede contar con que pase algo así? ?Ahora ven de una vez! Antes de que ese tonto se despierte. Hace rato que ha entregado la carta. —Y, a continuación, soltó unas cuantas palabras francesas tras las que supuse que se ocultaban otras tantas maldiciones jugosas, porque recurrió varias veces, igual que su hermano antes, a la palabra merde.
—Chist, chist, chist —dijo una voz cerca de nosotros—. Joven, el hecho de que aquí abajo nos encontremos cerca de las cloacas no debería ser motivo para abandonarse sin freno a ese lenguaje fecal.
Gideon giró bruscamente sobre sus talones, pero no hizo ningún intento de dejar K.O. también al recién llegado, tal vez por el tono benévolo con el que había pronunciado esas palabras. Levanté la linterna e iluminé el rostro de un desconocido de mediana edad, y luego la moví hacia abajo para ver si nos estaba apuntando con una pistola. Pero no lo hacía.
—Soy el doctor Harrison —dijo inclinando la cabeza, y su mirada reflejó un ligero desconcierto al pasar de Gideon al otro Gideon que yacía tendido en el suelo—. Y acabo de recibir su carta de nuestro adepto de servicio en la guardia de Cerbero. —Se sacó del bolsillo de la chaqueta un sobre con un gran sello rojo—. Lady Tilney ha insistido en que no debían llegar en ningún caso a manos del gran maestre o de otros miembros del Círculo Interior. Aparte de mí.