Me ahorré el trabajo de decirle que de hecho ya lo sabía un buen montón de gente. Pero tal vez porque Gideon parecía de repente tan impresionado, también a mí empezaron a entrarme dudas.
—?Realmente estamos seguros de querer hacer esto? —pregunté, y noté una desagradable sensación en el estómago que esta vez no tenía nada que ver con el inicio de un viaje en el tiempo.
Que mi abuelo hubiera registrado mi sangre en el cronógrafo era una cosa; pero lo que ahora nos proponíamos hacer era algo muy distinto: íbamos a cerrar el círculo de sangre, y las consecuencias eran imprevisibles, eso formulado positivamente.
Mi memoria recapituló a toda velocidad esos horrorosos versos proféticos que acababan en fatal y final, y aún a?adió un par más que combinaban suerte con muerte. Y el hecho de que yo fuera inmortal no hizo que me sintiera un ápice mejor.
Curiosamente, sin embargo, mi inseguridad sacó a Gideon de su ensimismamiento.
—?Que si queremos hacerlo? —Se inclinó y me dio un besito en la nariz—. ?Me lo preguntas en serio? —Se quitó la chaqueta y sacó de la mochila el botín de nuestra visita en la Sala de Tratamiento del doctor White—. Muy bien, ya podemos empezar.
Se colocó una cinta de goma en torno al brazo izquierdo, la apretó fuerte, y a continuación cogió una jeringa de un envoltorio de plástico estéril y me sonrió con ironía.
—?Enfermera? —dijo con tono de mando—. ?Linterna!
Hice una mueca.
—Bueno, también se puede hacer así, claro —repliqué, y le iluminé la parte interna del codo—. ?Muy profesional!
—?Percibo un matiz de burla en tu voz? —Gideon me dirigió una mirada divertida—. ?Cómo lo hiciste tú?
—Cogí un cuchillo para verduras japonés —expliqué con cierto orgullo—. Y el abuelo recogió la sangre en una taza de té.
—Comprendo. La herida de tu mu?eca —dijo, y de pronto ya no parecía nada divertido. Hundió la aguja en su piel y la sangre empezó a fluir hacia la cánula.
—?Estás seguro de que sabes exactamente lo que tienes que hacer? —pregunté se?alando el cronógrafo con la barbilla—. Este trasto tiene tantos registros y cajoncitos que es muy fácil hacer girar la ruedecita equivocada…
—La cronografía es una de las asignaturas que hay que aprobar para alcanzar el grado de adepto, y no hace tanto que pasé por eso.
Gideon me tendió la jeringa con la sangre y se quitó la cinta de goma del brazo.
—Con todo ese trabajo, me pregunto de dónde sacas tiempo para ver obras maestras del cine como Campanilla.
Gideon sacudió la cabeza.
—Creo que un poco más de respeto no estaría de más. Pásame la cánula. Y ahora apunta al cronógrafo con la linterna. Así, exacto.
—No me enfadaré si de vez en cuando dices por favor y gracias, ?sabes? —comenté mientras Gideon introducía gota a gota su sangre en el cronógrafo. Al contrario que Lucas, no le temblaban las manos en absoluto, y pensé que tal vez algún día se convertiría en un buen cirujano.
Me mordisqueé el labio excitada.
—Y tres gotas aquí, bajo la cabeza del león —murmuró Gideon concentrado—. Luego girar esta ruedecita y mover la palanca. Eso es, ya está.
Apartó la cánula e instintivamente yo apagué la linterna.
En el interior del cronógrafo empezaron a girar diversas ruedecitas y se oyeron una serie de crujidos, tableteos y zumbidos, exactamente igual que la última vez. Luego el tableteo se hizo más fuerte y el zumbido más intenso; sonaba casi como una melodía. Y de repente sentí un intenso calor en la cara y me aferré al brazo de Gideon como si una ráfaga de viento fuera a barrernos del tejado. Sin embargo, en lugar de eso solamente empezaron a brillar, una tras otra, todas las piedras preciosas del cronógrafo, el aire centelleó, y mientras que al principio me había dado la sensación de que un fuego ardía en el interior del aparato, en ese momento el aire se hizo de pronto terriblemente frío. La luz titilante se extinguió y las ruedecitas volvieron a pararse. Todo el proceso apenas había durado medio minuto.
Solté a Gideon. El vello del brazo se me había puesto de punta. Me lo froté y dije:
—?Y eso es todo?
Gideon cogió aire y extendió la mano. Esta vez temblaba un poco.
—Ahora lo veremos —dijo.
Saqué uno de los frasquitos de laboratorio del doctor White del bolsillo y se lo tendí.
—Ve con cuidado. ?Si es polvo, una ráfaga de viento lo puede hacer volar!
—Tal vez no sea lo peor que podría pasar —murmuró Gideon, y se volvió hacia mí. Sus ojos brillaban—. ?Te das cuenta? ?Bajo la Constelación de los Doce se cumple la sentencia.?
Me importaba un comino la Constelación de los Doce. Prefería confiar en mi linterna.
—Hazlo ya —dije impaciente.
Me incliné hacia delante y Gideon abrió el minúsculo cajoncito.