Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Habían apilado de cualquier manera las sombrereras debajo del guardarropa. Miró dentro con cierta preocupación, pero habían sacado sus cosas con bastante cuidado. Además de la sencilla pero espaciosa cama, completaban el mobiliario un escritorio y una silla.

 

—Me resulta perfectamente tranquila. Estoy seguro de que estaré muy cómodo —dijo mientras desabrochaba el tahalí y depositaba la espada encima de la cama.

 

No se sentía cómodo desprendiéndose de la chaqueta, pero al menos así tendría un aire más informal.

 

—?Debo mostrarle ahora la zona de alimentación? —inquirió Granby con fría formalidad; era su primera aportación a la conversación desde que habían abandonado el club.

 

—Primero debemos ense?arle los ba?os y el comedor —intervino Martin—. Los ba?os son algo digno de ver —agregó dirigiéndose a Laurence—. Ya sabe, los construyeron los romanos. Son la razón por la que todos estamos aquí.

 

—Gracias, me encantaría verlos—respondió; no podía decir otra cosa sin pecar de grosero, aunque le hubiera encantado perder de vista al mal dispuesto teniente.

 

Granby podía ser maleducado, pero Laurence no albergaba la intención de caer en la misma conducta.

 

Cruzaron el comedor de camino. Martin, sin cesar su parloteo, le contó que los capitanes y los tenientes cenaban en la mesa redonda más peque?a mientras que los guardiadragones y los alféreces lo hacían en otra mayor de forma rectangular.

 

—Gracias a Dios, los cadetes entran y comen antes, ya que el resto nos moriríamos de hambre si tuviéramos que oírles berrear durante toda la comida. El personal de tierra cena después —concluyó.

 

—?Nunca hacen las comidas por separado? —preguntó Laurence.

 

Un comedor común resultaba bastante extra?o para los oficiales. Pensó con nostalgia que iba a echar de menos invitar a los amigos a su mesa. Había sido uno de sus mayores placeres, y más aún desde que ganaba suficiente dinero con las capturas de naves y podía permitírselo.

 

—Se envía una bandeja a quien enferma, por supuesto —respondió Martin—. ?Tiene apetito? Supongo que no ha comido. Eh, Tolly —gritó. Un sirviente que cruzaba la habitación llevando un montón de manteles se volvió para mirarlos. Enarcó una ceja—. Este es el capitán Laurence. Acaba de aterrizar. ?Puedes conseguirle algo o ha de esperar hasta la cena?

 

—No, no, gracias. No tengo hambre. Hablaba por pura curiosidad —dijo Laurence.

 

—Oh, no es problema —dijo el hombre respondiéndole directamente—. Me atrevería a decir que uno de los cocineros puede cortar un par de rebanadas y servirle algunas patatas. Le preguntaré a Nan. Está en la habitación de la torre del piso tercero, ?verdad?

 

Saludó con la cabeza y continuó su camino sin esperar siquiera una respuesta.

 

—?Listo! Tolly cuidará de usted —aseguró Martin, evidentemente sin tener la menor conciencia de haber hecho nada fuera de lo normal—. Es el mejor de todos. Jenkins nunca está dispuesto a hacer un favor y Marvell lo hubiera hecho, pero se habría estado quejando tanto tiempo que desearíais no habérselo pedido.

 

—Imagino que será difícil encontrar criados a quienes no les asusten los dragones —aventuró Laurence.

 

Empezaba a amoldarse al estilo informal que tenían los aviadores de dirigirse unos a otros, pero descubrir un grado de confraternización tan similar con un sirviente le había desconcertado de nuevo.

 

—Oh, no. Todos han nacido y crecido en los pueblos de los alrededores, por lo que están acostumbrados a los dragones y a nosotros —explicó Martin mientras cruzaban el gran salón—. Supongo que Tolly lleva trabajando aquí desde que era un crío. No se inmutaría delante de un Cobre Regio enrabietado.

 

Una puerta de metal cerraba la escalera que descendía hacia los ba?os; una ráfaga de aire caliente y húmedo salió y se convirtió en vapor en el frío moderado del pasillo cuando Granby la abrió de un tirón. Laurence siguió a los otros por la angosta escalera de caracol. Después de cuatro vueltas, desembocó abruptamente en una gran habitación con pocos muebles y baldas de piedra que sobresalían de las paredes en las que había pinturas desvaídas y desconchadas en algunas partes, evidentes reliquias de la época romana. En un costado había montones de mantas de lino; en el de enfrente, unos cuantos montones de ropas desechadas.

 

—Deje sus cosas en las baldas —animó Martin—. Los ba?os son un circuito, por lo que volveremos aquí al salir.

 

El y Granby ya se estaban quitando la ropa.

 

—?Tenemos tiempo para ba?arnos ahora? —preguntó Laurence un poco receloso.

 

Martin se detuvo en su intento de quitarse las botas.

 

—Esto sólo era un paseo, ?no, Granby? No es como si hubiera necesidad de apresurarse. La cena no se va a servir hasta dentro de unas horas.

 

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