Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Había oído antes esa historia sin creérsela, no en cuanto a la propuesta sino a la simple idea de que altos oficiales —en realidad, cualquier oficial—se comportaran de esa manera. La propuesta siempre le había parecido mal concebida, pero sólo era otra más de esas estupideces con poca visión de futuro tan comunes entre los burócratas, que preferían ahorrar diez chelines en lona de vela y arriesgar todo un barco valorado en seis mil libras. Ahora valoraba su propia indiferencia con un sentimiento de mortificación. Por supuesto que se hubieran amotinado.

 

Traspasó la entrada al club de oficiales sin prestar atención, aún sumido en sus pensamientos, y sólo atrapó la pelota que pasaba volando junto a su cabeza gracias a sus reflejos. Un grito en el que se entremezclaban júbilo y protesta se alzó de inmediato.

 

—Era un tanto claro. ?él no es de vuestro equipo! —se quejó un joven de pelo intensamente rubio que apenas acababa de abandonar la infancia.

 

—Tonterías, Martin. Claro que lo es, ?verdad? —preguntó otro de los participantes, que acudió a recoger la pelota con una sonrisa de oreja a oreja.

 

Era un tipo alto y larguirucho de pelo oscuro y pómulos quemados por el sol.

 

—Eso parece —respondió Laurence divertido mientras le entregaba la pelota.

 

Estaba un poco sorprendido de encontrarse a un grupo de oficiales muy desali?ados practicando juegos de ni?os en el interior. él iba vestido más formalmente que el resto por el solo hecho de llevar la chaqueta y el pa?uelo de lazo del cuello; un par de ellos incluso se habían quitado del todo las camisetas. Habían empujado los muebles sin orden ni concierto a los rincones de la habitación y habían enrollado la alfombra para apartarla en una esquina.

 

—Teniente John Granby, pendiente de asignar —se presentó el hombre de pelo oscuro—. ?Acaba de llegar?

 

—Sí. Capitán Will Laurence, de Temerario —contestó Laurence.

 

Se sobresaltó y se consternó al ver cómo la sonrisa desaparecía del rostro de Granby y se desvanecía la abierta simpatía.

 

—?El Imperial!

 

El grito fue casi generalizado y al instante la mitad de los muchachos y hombres de la habitación desaparecieron para lanzarse como locos hacia el patio. Laurence, desconcertado, pesta?eó detrás de ellos.

 

—?No se preocupe! —El joven de pelo amarillo se acercó a presentarse e intentó tranquilizar a Laurence al verle alarmado—. Todos sabemos perfectamente que no se debe molestar a un dragón. Sólo han ido a echar una ojeada, aunque podría tener algún problema con los cadetes. Pululan por aquí alrededor de una docena y parece que les han encomendado la misión de hacernos la vida imposible. Soy el guardiadragón Ezekiah Martin. Ahora que le he dicho mi nombre, agradecería que lo olvidara.

 

Resultaba evidente que el modo de tratarse entre ellos era informal, por lo que Laurence difícilmente podía ofenderse, aunque no fuera ni de lejos algo a lo que estuviera acostumbrado.

 

—Gracias por el aviso. Iré a comprobar que Temerario no les molesta a ellos —contestó.

 

Le alivió no ver indicio alguno de la actitud de disgusto de Granby en el saludo de Martin. Deseó poder pedirle al más amistoso de los dos que le guiara. Sin embargo, no albergaba propósito alguno de desobedecer órdenes, ni siquiera las de un dragón, por lo que se volvió hacia Granby y le dijo ceremoniosamente:

 

—Celeritas me ha remitido a usted para que me muestre el lugar. ?Sería tan amable…?

 

—Cómo no —respondió Granby intentando imitar su formalidad, que en él sonaba artificial y acartonada—. Por aquí, si hace el favor.

 

Laurence agradeció que Martin se uniera a ellos mientras Granby subía primero las escaleras. La fácil conversación del guardiadragón, que no decaía ni un segundo, hizo la atmósfera mucho menos incómoda.

 

—De modo que usted es el tipo de la Armada que robó un Imperial de las garras de los franceses. Cielos, es una historia famosa. Los gabachos aún deben de estar tirándose de los pelos y rechinando los dientes —comentó Martin exultante de alegría—. Tengo entendido que le arrebató el huevo a una nave de cien ca?ones. ?Duró mucho la batalla?

 

—Me temo que las habladurías han magnificado mucho mis logros —respondió Laurence—. El Amitié no era un buque de guerra de primera, sino una fragata de treinta y seis ca?ones, y la mayoría de su dotación se estaba muriendo de sed. Su capitán ofreció una heroica resistencia, pero no tuvo ninguna oportunidad. La mala suerte y las inclemencias hicieron el trabajo por nosotros. Sólo puedo reclamar como mérito mío haber tenido suerte.

 

—?Vaya! En fin, tener suerte tampoco es desde?able. No llegaríamos muy lejos de no ser por ella —siguió hablando Martin—. ?Pero bueno! ?Os han puesto en esta esquina? El viento va a estar ululando a todas horas.

 

Laurence entró en la habitación circular de la torre y contempló complacido su nuevo alojamiento. A un hombre acostumbrado a lo limitado del camarote de un barco le parecía espacioso, y las grandes ventanas curvas, un gran lujo. Daban al lago, donde había comenzado a caer una fina lluvia. Un olor a frío y humedad entró de golpe cuando las abrió; no era tan diferente al del mar, a excepción de la ausencia de sal.

 

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