Descendieron en espiral hacia la costa menos de una hora después de la salida y espantaron a los ba?istas y vendedores de playa al aterrizar sobre la rocosa orilla. El aviador miró a su espalda consternado durante un instante, pero luego torció el gesto; si eran tan necios como para imaginar que un dragón debidamente enjaezado les iba a hacer algún da?o, era culpa suya. Palmeó el cuello de Temerario mientras se desataba y se deslizaba hacia el suelo.
—Voy a ver si consigo encontrar a sir Edward. Quédate aquí.
—Lo haré —contestó el dragón distraídamente, quien ya estaba escudri?ando con interés las profundas pozas rocosas de la orilla, que tenían extra?os afloramientos de roca y aguas transparentes.
No resultó difícil localizar a sir Edward, que había observado al gentío dándose a la fuga y se aproximaba ya hacia él. Laurence recorrió cuatrocientos metros y no veía a nadie más. Se estrecharon las manos e intercambiaron las cortesías de rigor, pero ambos estaban impacientes por ir al asunto que realmente tenían entre manos. Sir Edward asintió con entusiasmo en cuanto Laurence aventuró la idea de caminar hacia donde se encontraba Temerario.
—Un nombre precioso y poco habitual —comentó sir Edward mientras andaban; sin saberlo, hizo que a Laurence se le encogiera el corazón—. A la mayoría les dan extravagantes nombres en latín, pero la mayoría de los aviadores que ponen el arnés a un dragón son mucho más jóvenes que usted y muestran cierta tendencia a darse humos. Resulta ridículo llamar Imperatorius a una criatura de dos toneladas. Vaya, Laurence, ?cómo le ha ense?ado a nadar?
Laurence miró sobresaltado y luego contempló la escena fijamente. En su ausencia, Temerario se había adentrado en las aguas y ahora estaba chapoteando.
—Cielos, no. Nunca le he ense?ado a hacerlo —explicó—. ?Cómo sé que no se va a hundir? ?Temerario, sal del agua! —le llamó, algo angustiado.
Sir Edward contempló con interés al dragón mientras nadaba hacia ellos y regresaba a la orilla.
—?Extraordinario! Supongo que las bolsas pulmonares que les permiten volar convierten a un dragón en un elemento flotante por naturaleza y al haber crecido en el océano, como es su caso, tal vez no ha desarrollado un temor natural al agua.
Aquella mención anatómica era un nuevo fragmento de información para Laurence, pero se guardó para un momento posterior las preguntas que de inmediato se le ocurrieron al ver que el dragón se les unía.
—Temerario, te presento a sir Edward Howe —dijo Laurence.
—Hola —saludó Temerario mientras miraba hacia abajo con el mismo interés con el que le observaban—. Encantado de conocerte. ?Me puedes decir a qué raza pertenezco?
Sir Edward no pareció desconcertarse por aquella aproximación tan directa e hizo una reverencia en respuesta.
—Espero ser capaz de darte alguna información, por supuesto. ?Puedo pedirte que seas tan amable de alejarte de la orilla, tal vez junto a ese árbol que ves por ahí, y estirar las alas para que podamos examinar mejor toda tu figura?
Temerario se dirigió hacia allí de buen grado y sir Edward observó sus movimientos.
—Mmm. La forma en que sostiene la cola es muy rara y nada frecuente. Laurence, ?dijo usted que el huevo se encontró en Brasil?
—Me temo que no puedo dar una respuesta exacta a eso —repuso Laurence al tiempo que estudiaba la cola del dragón sin ver nada inusual, aunque, por supuesto, él carecía de una base real sobre la que comparar. Temerario llevaba la cola erguida, lejos del suelo, y fustigaba el aire con elegancia al caminar—. Lo tomamos de una nave francesa que había recalado en Río de Janeiro muy recientemente a juzgar por las marcas de algunos de los toneles de agua, pero no puedo a?adir nada más. Tiraron por la borda los diarios cuando los apresamos, y el capitán, por supuesto, se negó a revelarnos información alguna sobre el lugar donde se había descubierto el huevo, pero presumo que no debía de provenir de mucho más lejos dada la duración del viaje.
—Eso, sin lugar a dudas, es cierto —repuso sir Edward—. Hay algunas subespecies cuyos huevos tardan en madurar más de diez a?os, aunque la media normal son veinte meses. ?Cielo santo!
Temerario acababa de desplegar las alas, que aún chorreaban agua.
—?Sí? —preguntó Laurence expectante.
—Laurence, ?Dios mío! Mire esas alas… —chilló sir Edward, que echó a correr literalmente por la orilla en dirección al dragón.
Laurence parpadeó y fue tras él, pero sólo lo alcanzó cuando estaba junto al costado del animal. Sir Edward acariciaba con delicadeza una de las seis nervaduras que dividían en partes las alas de Temerario, contemplándola con verdadera avidez. El dragón había estirado la cabeza para mirar, pero por lo demás permanecía inmóvil, sin importarle al parecer que alguien le tocara el ala.
—Entonces, ?lo ha reconocido? —tanteó Laurence a sir Edward, que parecía notoriamente abrumado.