—No, es sólo pirita, pero es muy hermosa, ?verdad? Supongo que eres una de esas criaturas acaparadoras —comentó Laurence mientras alzaba los ojos para mirar con afecto a Temerario. Muchos dragones sentían una fascinación innata por las joyas y los metales preciosos—. Me temo que no soy lo bastante rico para ser tu compa?ero y que no voy a poder darte un montón de oro sobre el que dormir.
—Te prefiero a ti antes que al montón de oro, incluso aunque sea muy cómodo dormir encima —replicó Temerario—. No me importa dormir en la cubierta.
Lo dijo con absoluta normalidad, no había el más mínimo indicio de que pretendiera hacer un cumplido. A continuación, siguió mirando las nubes. Laurence permaneció mirando hacia atrás con una sensación de asombro y extraordinario placer. Apenas podía concebir un sentimiento similar. El único paralelismo imaginable de su vida anterior sería que el Reliant hablara y le dijera que le había encantado tenerle como capitán. Un orgullo y afecto de inconcebible intensidad le embargaron, así como una intensa determinación de demostrar ser merecedor del elogio.
—Me temo que no puedo ayudarle, se?or —contestó el anciano mientras se rascaba detrás de la oreja y se enderezaba tras el pesado libro que tenía delante de él—. Poseo una docena de libros sobre razas dragontinas y no puedo encontrarlo en ninguno de ellos. ?Es posible que cambie la pigmentación cuando sea adulto?
Laurence torció el gesto. Aquél era el tercer naturalista que había consultado en la semana siguiente a la llegada a Madeira y ninguno de ellos había sido capaz de darle la más mínima ayuda al determinar la raza de Temerario.
—Sin embargo —continuó el librero—, puedo darle alguna esperanza. Sir Edward Howe, de la Royal Society, se encuentra en la isla tomando las aguas. Acudió a mi tienda la semana pasada. Creo que se ha instalado en Porto Moniz, en el extremo noroeste de la isla. Estoy convencido de que será capaz de identificar a su dragón. Ha escrito varias monografías sobre especies inusuales de América y Oriente.
—Muchas gracias, de verdad. Me alegra oírlo —respondió Laurence, radiante ante estas noticias.
El nombre de sir Edward le resultaba familiar. Se habían encontrado un par de veces en Londres, por lo que ni siquiera tendría que esforzarse en ser presentado.
Salió a la calle de buen humor, con un buen mapa de la isla y un libro de mineralogía para Temerario. Era un día estupendo y en ese momento el dragón permanecía tumbado en el prado que le habían reservado a cierta distancia de las afueras de la ciudad, tomando el sol después de un prolongado festín.
El gobernador había sido más complaciente que el almirante Croft, tal vez a causa de la ansiedad de la población al saber de la presencia en el centro del puerto de un dragón hambriento con demasiada frecuencia, y había abierto el tesoro público para alimentar a Temerario con una regular provisión de ovejas y reses. éste se mostraba nada descontento ante el cambio de dicta, y continuaba creciendo. Era demasiado grande para caber en la popa del Reliant y prometía superar el tama?o de la embarcación. Laurence había alquilado una casita junto al campo a un módico precio, dado el súbito desinterés del propietario para quedarse por los alrededores. Los dos se encontraban de lo más tranquilos.
Lamentaba haber tenido que renunciar a la vida de a bordo cuando tenía tiempo de pensar en ello, pero ejercitar a Temerario exigía mucho trabajo y siempre podía acudir a la ciudad para las comidas. A menudo se reunía con Riley o algunos de sus oficiales; también había en la villa algunos otros conocidos de la Armada, por lo que era rara la tarde que pasaba solo. Las noches también le resultaban cómodas, incluso aunque estaba obligado a regresar pronto a la casa la debido a la distancia. Había encontrado un sirviente local, Fernáo, un hombre completamente adusto y taciturno al que no le asustaba el dragón y que sabía preparar un desayuno y una cena aceptables.
Por lo general, Temerario dormía durante las horas de más calor mientras él se iba y se despertaba de nuevo al ponerse el sol; después de la cena, Laurence acudía a sentarse fuera y leía para él a la luz de un farol. Nunca había sido aficionado a la lectura, pero Temerario disfrutaba tanto de los libros que resultaba contagioso; Laurence sólo podía pensar en el probable placer del dragón con el nuevo libro, que profundizaba con detalle en las gemas y su extracción, a pesar de que el tema no le interesaba nada. No era la clase de vida que había esperado llevar, pero no había sufrido en modo alguno por su cambio de estatus, al menos por el momento, y el dragón se estaba revelando como una compa?ía singularmente buena.