—?Reconocerlo? Os aseguro que no, en el sentido que no había visto antes a ninguno de esta raza. A lo sumo habrá tres hombres en Europa que lo hayan hecho, pero me ha bastado una mirada para contar con suficiente material con que poder dirigirme a la Royal Society —respondió—. Las alas y el número de garras son irrefutables. Es un Imperial Chino, aunque no sabría decir con certeza de qué linaje. Vaya, Laurence, ?menuda captura ha hecho!
El aludido contempló divertido las alas. Hasta ese momento no había reparado en que las nervaduras eran poco corrientes ni en las cinco garras de cada pata.
—?Un Imperial? —repitió con una sonrisa vacilante.
Por un momento, se preguntó si sir Edward le estaba tomando el pelo. Los chinos habían criado dragones durante miles de a?os antes de que los romanos domesticaran las razas salvajes de Europa. Eran extraordinariamente celosos de su trabajo y rara vez permitían que abandonaran el país ni siquiera especimenes adultos de razas menores. Resultaba absurdo pensar que los franceses hubieran cruzado el océano Atlántico con un huevo de Imperial Chino en una fragata de treinta y seis ca?ones.
—?Es una buena especie? —preguntó Temerario—. ?Podré lanzar fuego por la boca?
—Adorable criatura, es la mejor de entre todas las especies posibles; sólo los Celestiales son más excepcionales y valiosos. Supongo que los franceses te hubieran empleado contra nosotros después de haberte enjaezado, por lo que podemos congratularnos de que no estés con ellos —dijo sir Edward—. Pero, aunque no lo descarto, me parece poco probable que seas capaz de arrojar fuego. Los chinos crían dragones ante todo por su inteligencia y armonía. Han alcanzado una superioridad aérea tan abrumadora que no necesitan buscar ese tipo de habilidades en sus linajes. Entre las especies orientales, los dragones japoneses son los que probablemente tengan más capacidades ofensivas especiales.
—Pues vaya… —contestó el dragón con desánimo.
—Temerario, no seas tonto. Estas noticias son más impresionantes de lo que nadie podía imaginar —le reprochó Laurence, que al fin empezaba a comprender; aquello había ido demasiado lejos para ser un chiste; no se pudo contener y preguntó—: ?Está usted seguro?
—Sí —aseguró sir Edward mientras volvía a examinar las alas—. Basta observar la delicadeza de las membranas, la consistencia del color por todo el cuerpo y la coincidencia entre el color de los ojos y las manchas. Debería de haberme dado cuenta de que era un Imperial Chino de inmediato. Es imposible que proceda de la selva y no hay criador europeo capaz de conseguir un resultado tan exquisito —agregó—. Eso explica también lo de su capacidad para nadar. Si no recuerdo mal, los animales chinos sienten a menudo una gran inclinación por el agua.
—Un Imperial —murmuró Laurence mientras acariciaba maravillado la ijada de Temerario—. Es increíble. Tendrían que haberle enviado en un convoy, escoltado por la mitad de su flota, o enviar a un cuidador, en lugar de hacer lo contrario.
—Tal vez ignoraban qué se traían entre manos —repuso el caballero—. Los huevos de dragones chinos son notablemente difíciles de clasificar por la apariencia, si exceptuamos su textura de excelente porcelana. Por cierto, ?no habrá guardado por un casual la cáscara del huevo? —preguntó.
—Yo no, pero tal vez algunos de mis marinos hayan guardado algún trozo —contestó Laurence—. Estaré encantado de hacer algunas indagaciones. Estoy en deuda con usted.
—En absoluto, soy yo quien queda muy obligado. ?Pensar que he visto y he hablado con un Imperial Chino! —se inclinó ante Temerario—. En eso, seré único entre los ingleses, si bien es cierto que el conde de La Perouse reflejó en sus diarios que había hablado con uno en Corea, en el palacio del rey.
—Me gustaría leer eso —intervino Temerario—. Laurence, ?puedes conseguir una copia?
—Lo intentaré, por supuesto —respondió el aviador—. Se?or, le quedaría muy agradecido si me recomendara algunos textos de mi interés. Me alegraría obtener cualquier información de los hábitos y comportamientos de la especie.
—Bueno, me temo que escasean las fuentes valiosas. En breve, imagino que se va a convertir usted en el mayor experto de Europa —contestó sir Edward—, pero le prepararé una lista, por descontado, y poseo varios libros de texto que me encantaría prestaros, incluyendo los diarios de La Perouse. Si a Temerario no le importa aguardar aquí, podríamos regresar andando a mi hotel y recogerlos. Me temo que no iba a estar demasiado cómodo dentro de la villa.
—No me importa en absoluto. Seguiré nadando —respondió el dragón.