Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Si hay algo de bueno en todo este asunto, es que ya no voy a tener que preocuparme mucho de las influencias. Dudo que representen mucha diferencia para un aviador —contestó—. Haga el favor de no preocuparse por mí. ?Le importaría que fuéramos un poco más deprisa? Creo que ya ha terminado de comer.

 

Volar ayudó mucho a atemperarle los nervios. Era imposible permanecer enojado mientras toda la isla de Madeira se extendía ante él, el viento le alborotaba los cabellos y Temerario se?alaba con excitación nuevos objetos de interés: animales, casas, carretas, árboles, rocas y cualquier cosa a la que le pusiera la vista encima. Desde hacía poco, había desarrollado una postura para volar con la cabeza vuelta parcialmente hacia atrás para poder hablar con Laurence incluso mientras volaban. De mutuo acuerdo, aterrizó en un camino vacío que discurría a lo largo del borde de un profundo valle; un denso banco de nubes se deslizaba por las verdes laderas del sur, ci?éndose al suelo de un modo muy peculiar, y se sentó a contemplar fascinado aquel movimiento.

 

Laurence desmontó. Todavía se estaba habituando a volar y le alegraba poder estirar las piernas después de una hora en el aire. Caminó por los alrededores durante un buen rato, disfrutando del paisaje. Pensó que al día siguiente se llevaría algo para comer y beber durante el vuelo. Le hubiera gustado tener ahora un bocadillo y un vaso de vino.

 

—Me gustaría comerme otro de esos corderos —dijo Temerario como si se hiciera eco de los pensamientos del jinete—. Son muy apetitosos. ?Me puedo comer esos de ahí? Parecen incluso más grandes.

 

Un magnífico reba?o de ovejas pacía plácidamente en el extremo opuesto del valle, unas manchas blancas recortadas contra el verde.

 

—No, Temerario. Son ovejas, a?ojos —le contradijo Laurence—. No son tan buenos, y creo que son propiedad de alguien, por lo que no podemos llevárnoslos. Pero si te apetece venir aquí ma?ana, veré si puedo llegar a un acuerdo con el pastor para que te aparte uno.

 

—Me resulta muy extra?o que el océano esté lleno de criaturas que uno puede comer a voluntad mientras que en la tierra parece que siempre hay que hablar con alguien —repuso Temerario, decepcionado—. No parece justo. Después de todo, el due?o no se las está comiendo y yo tengo hambre.

 

—A este paso, me temo que cualquier día van a arrestarme por ense?arte ideas sediciosas —comentó Laurence, divertido—. Pareces un verdadero revolucionario. Sólo debes pensar que tal vez el propietario del reba?o es el mismo tipo a quien le vamos a pedir que nos dé un cordero para tu cena de esta noche. Difícilmente podrá hacerlo si le robamos sus ovejas.

 

—Me gustaría comerme un buen cordero ahora —murmuró Temerario, pero no fue por ningún animal del reba?o y en vez de eso volvió a examinar el cielo—. ?Me dejas que subamos por encima de esas nubes? Me gustaría ver por qué se mueven de esa forma.

 

Laurence contempló la ladera envuelta en un velo de nubes con gesto dubitativo, pero le disgustaba decirle ?no? al dragón cuando no resultaba necesario; hacerlo ya era imprescindible con demasiada frecuencia.

 

—Podemos intentarlo si te apetece —contestó—, pero parece un poco arriesgado. Podríamos chocar fácilmente con la ladera de la monta?a.

 

—Vale, aterrizaré debajo de las nubes y luego podemos subir a pie —dijo Temerario mientras se acuclillaba y bajaba el cuello hasta la altura del suelo para que el piloto pudiera volver a subir—. En cualquier caso, va a ser muy interesante.

 

Resultaba un poco extra?o avanzar a pie en compa?ía de un dragón, y más aún dejarlo atrás; un paso de Temerario equivalía a diez de Laurence, pero el animal avanzaba despacio, interesado en mirar a uno y otro lado para comparar el nivel de la capa de nubes que cubría el suelo. Al final, Laurence se adelantó un poco y se dejó caer sobre la ladera para esperarle. Estaba muy a gusto a pesar de la densa niebla gracias a las gruesas ropas y el sobretodo impermeable que había aprendido a llevar siempre que volaba.

 

El dragón prosiguió subiendo a rastras y muy despacio por la colina. Interrumpía el escrutinio de las nubes una y otra vez para mirar una flor o un guijarro. Para sorpresa del jinete, se detuvo en un punto y sacó del suelo una piedra peque?a que llevó a Laurence —empujándola con la punta de la garra, ya que era demasiado peque?a para que la pudiera atrapar—con aparente entusiasmo.

 

Laurence la sopesó. Tenía casi el tama?o de su pu?o. Sin duda, resultaba curiosa: era pirita incluida en cristal de roca.

 

—?Cómo has podido verla? —preguntó con interés; le dio la vuelta con las manos y la frotó para quitarle la suciedad.

 

—Sobresalía un poco del suelo y era brillante —explicó Temerario—. ?Es oro? Me gusta su aspecto.

 

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