Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Entonces, sobrevolaron el océano a baja altura, cerca de las olas con las que el dragón jugueteaba alegremente de vez en cuando; las salpicaduras de agua le humedecían el rostro; el mundo parecía un borrón a aquella velocidad, salvo por la perenne presencia del dragón entre sus piernas. Sorbió grandes bocanadas de aire salado y se dejó llevar por el simple placer, deteniéndose sólo de forma ocasional para tirar de las riendas después de haber consultado la brújula, hasta que al fin regresaron al Reliant.

 

Finalmente, Temerario anunció que volvía a tener sue?o, por lo que aterrizaron, aunque en esta ocasión todo fue mucho más elegante y la nave no se alteró, salvo por el hecho de que la línea de flotación se hundió un poco más en el agua. Laurence desató las correas de las piernas y descendió. Se sorprendió al comprobar lo dolorido que se sentía, pero comprendió de inmediato que era perfectamente normal que fuera así después de tanto montar. Riley acudió veloz a su encuentro con el alivio escrito con claridad en el rostro. Laurence asintió con la cabeza para tranquilizarlo.

 

—No hay de qué inquietarse. Se comportó magníficamente y me parece que no debe preocuparse de alimentarlo en el futuro. Nos las arreglamos bastante bien —dijo mientras acariciaba el costado del dragón.

 

Temerario, ya amodorrado, abrió un ojo e hizo un ruido sordo de complacencia antes de volver a cerrarlo otra vez.

 

—Me alegro mucho de oírlo —respondió Riley—, y no sólo porque esta noche tendremos una cena decente. Adoptamos la precaución de continuar con nuestros esfuerzos de conseguir comida en vuestra ausencia y tenemos un delicioso rodaballo que ahora podremos destinar a nuestra mesa. Con su consentimiento, tal vez invite a algunos miembros del comedor de oficiales.

 

—?Por supuesto, con mucho gusto! —repuso Laurence, que estiraba las piernas para aliviar el agarrotamiento.

 

Había insistido en abandonar el camarote principal en cuanto Temerario se trasladó a la cubierta. Riley había accedido al fin, pero compensaba el sentimiento de culpabilidad por haber desalojado a su antiguo capitán invitándole a cenar prácticamente todas las noches. La tormenta había interrumpido esta costumbre, pero aunque se la hubieran saltado ayer, pretendían retomarla aquella noche.

 

Fue una cena opípara y alegre, en especial después de que la botella hubiera circulado unas cuantas veces y el guardiamarina más joven hubiera bebido lo suficiente para perder los modales en la mesa. Laurence tenía el don de la facilidad de palabra y su mesa siempre había sido un lugar alegre para los oficiales; las cosas continuaron igual: él y Riley estaban fraguando una verdadera amistad ahora que la barrera del rango había desaparecido.

 

Una reunión de aquella naturaleza tenía un marcado sabor informal, por lo que cuando Carver vio que era el único que había terminado, después de haber devorado su pudín más deprisa que sus superiores, se atrevió a dirigirse directamente a Laurence preguntando con timidez:

 

—Se?or, si me permite el atrevimiento de preguntarle, ?es cierto que los dragones pueden escupir fuego?

 

Laurence, muy a gusto después de haberse dado un festín de pasta de ciruelas, regada por varios vasos de buen Riesling, acogió la pregunta con buen humor.

 

—Eso depende de la raza, se?or Carver —respondió al tiempo que depositaba el vaso en la mesa—. Sin embargo, tengo entendido que es una habilidad extremadamente inusual. Sólo he visto un caso con mis propios ojos: un dragón turco en la batalla del Nilo, y le puedo asegurar que me alegré muchísimo de que los turcos se hubieran puesto de nuestra parte cuando los vi en acción.

 

Todos los oficiales de la mesa se estremecieron y asintieron. Había pocas cosas más peligrosas para una embarcación que un fuego descontrolado en cubierta.

 

—Me hallaba a bordo del Goliath —dijo Laurence—. No estábamos ni a un kilómetro de distancia del Orient cuando la criatura se acercó como una antorcha. Habíamos barrido a ca?onazos la nave enemiga y prácticamente habíamos liquidado a todos los tiradores de las cofas, por lo que el dragón pudo destruir el barco a placer.

 

Se sumió en el silencio al recordarlo: todas las velas ardían dejando un rastro de espeso humo negro; el gran alado de colores naranja y negro flotó suspendido en el aire y vertió más y más llamaradas por las fauces; sólo la explosión ahogó al fin el tremendo estruendo; el silencio había imperado durante cerca de un día después de todo aquello. Había estado una vez en Roma siendo ni?o y había visto en el Vaticano una representación del infierno por Miguel ángel en la que los dragones quemaban con su fuego las almas de los condenados. Aquello se había parecido mucho.

 

Reinó un momento de silencio absoluto durante el cual la imaginación dibujó la escena para quienes no habían estado presentes. El se?or Pollitt se aclaró la garganta y dijo:

 

—Por fortuna, creo que la habilidad para escupir veneno o ácido es más común entre ellos, y no es que no sean armas formidables por derecho propio.

 

—Dios santo, sí —contestó Wells a eso—. He visto cómo el ácido de dragón corroía toda la vela mayor en menos de un minuto, pero aun así, no le prendería fuego a la santabárbara ni la embarcación saltaría en pedazos bajo los pies.

 

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