Laurence se detuvo en una taberna y escribió una rápida nota a sir Edward en la que incluía su dirección, le explicaba con brevedad sus actuales circunstancias y le pedía permiso para visitarle. Escribió la dirección de Porto Moniz y luego la envió con el chico de correo, a?adiendo media corona para que fuera más deprisa. Podía haber sobrevolado la isla con mucha mayor rapidez, por supuesto, pero no le apetecía caerle encima a alguien sin previo aviso con un dragón a la zaga. Podía esperar, aún le quedaba al menos una semana de libertad antes de que llegara una respuesta de Gibraltar con instrucciones sobre cómo presentarse al servicio.
Pero al día siguiente se esperaba al barco correo y eso le recordó que había omitido el cumplimiento de un deber: todavía no había escrito a su padre. No podía permitir que sus padres se enteraran de su nueva situación por boca de terceros o en las noticias de la Gazette, que seguramente lo publicaría; a rega?adientes, se acomodó para escribir esa ineludible carta con una cafetera de café recién hecho.
No se le ocurría cómo explicarlo. Lord Allendale no era un padre particularmente cari?oso y sí de trato puntilloso. Apenas consideraba la Armada y el Ejército como alternativas a la Iglesia para un hijo menor echado a perder. Hubiera sentido tanto rechazo al saber que su hijo se alistaba en la Fuerza Aérea como si éste se hubiera rebajado a ser comerciante; no lo aprobaría ni le compadecería. Era muy consciente de que su progenitor y él discrepaban en el cumplimiento del deber. Por supuesto, su padre diría que el deber que tenía con su apellido era mantenerse bien lejos del dragón y desechar la infeliz idea de servir en la Fuerza Aérea.
Le asustaba más la reacción materna, ya que su madre le profesaba un sincero afecto y la noticia iba a hacerla muy desdichada. Además, ella también mantenía una relación muy cordial con lady Galman y lo que dijera en la carta llegaría a oídos de Edith. Pero no podía escribir en términos que la tranquilizaran sin provocar la ira extrema de su padre, por lo que se contentó con redactar una nota rebuscada y formal que exponía los hechos sin ningún tipo de aderezo y evitó cualquier expresión que pudiera interpretarse como una queja. Debía hacerlo de ese modo. Selló la carta poco satisfecho antes de entregarla en mano en el puesto de correos.
Regresó al hotel en el que había alquilado una habitación después de haber concluido aquella ingrata tarea. Había invitado a comer a Riley, Gibbs y otros conocidos en compensación por su hospitalidad de los primeros días. Aún no eran las dos y las tiendas estaban abiertas. Contempló los escaparates mientras caminaba para distraerse de sus elucubraciones en cuanto a la reacción de su familia y amigos más cercanos, y se detuvo ante el peque?o establecimiento de un prestamista.
La cadena dorada era ridículamente pesada. Se trataba de la clase de objeto que ninguna mujer llevaría y resultaba demasiado chillona para un hombre. Tenía unos gruesos eslabones cuadrados con discos llanos de los que pendían perlas diminutas de forma alterna. Pero supuso que debía de ser cara sólo por el metal y las gemas, probablemente más de lo que se podía permitir, ya que gastaba con cautela ahora que no tenía la perspectiva futura de ingresar su parte por las naves apresadas. En cualquier caso, entró a preguntar. En efecto, era muy cara.
—Sin embargo, se?or, ?tal vez le valdría eso? —sugirió el propietario mientras ofrecía otra cadena; se parecía mucho a la anterior, sólo que sin discos, y con los eslabones más delgados.
Costaba casi la mitad que la primera; seguía siendo cara, pero la aceptó y luego se sintió un poco más tonto al hacerlo.
De todos modos, aquella noche se la regaló a Temerario y le sorprendió un poco la jovialidad con la que éste la recibió. El dragón sujetó con firmeza la cadena y no la soltó bajo ningún concepto. Mientras Laurence le leía, la mantuvo al reflejo de la vela y la ponía en la dirección de la luz para admirar el destello del oro y las perlas. Cuando al fin se durmió, la conservó entrelazada entre las garras y al día siguiente obligó a Laurence a sujetarla bien al arnés antes de dar su consentimiento a volar.
Esta peculiar reacción hizo que recibiera con más alegría la cálida invitación de sir Edward, que le esperaba al volver del vuelo matinal. Fernáo salió a entregarle la nota al prado en cuanto aterrizaron y Laurence se la leyó al dragón en voz alta. El caballero los recibiría en cualquier momento que desearan acudir; le podrían encontrar a orillas del mar, cerca de las pozas que se formaban durante la bajamar.
—No estoy cansado —aseguró Temerario; sentía tanta curiosidad como Laurence por saber cuál era su raza—. Si quieres, podemos ir ahora mismo.
Había desarrollado una resistencia cada vez mayor. Laurence resolvió que podían pararse y descansar con tranquilidad si era necesario y volvió a encaramarse al arnés sin ni siquiera haberse cambiado de ropa. Temerario efectuó un esfuerzo inusual y la isla pasó fugazmente gracias al enérgico movimiento de sus alas mientras Laurence se pegaba a su cuello y entrecerraba los ojos a causa del viento.