Temerario I - El Dragón de Su Majestad

Laurence se permitió el lujo de descansar cinco minutos más, tumbado al calor de los brazos del dragón y con las manos apoyadas en las escamas suaves y estrechas de su nariz.

 

—Espero no haberte dado nunca motivo para ser infeliz, amigo mío.

 

—Nunca, Laurence —le respondió Temerario, en voz muy baja.

 

En cuanto Laurence hizo sonar la campana, la dotación de tierra acudió a toda prisa desde sus barracones. Habían dejado la armadura de cadenas en el claro, debajo de una lona, y Temerario había dormido por esta vez con el arnés pesado. No tardaron en equipar al dragón, mientras que al otro lado del calvero Granby revisaba las correas y mosquetones de cada hombre. Laurence dejó que le pasara la inspección a él también, y después se tomó unos instantes para limpiar y recargar sus pistolas y ce?irse la espada.

 

El cielo se veía frío y despejado, salvo por algunas nubes grises que desfilaban como sombras. Aún no había llegado ninguna orden. A petición de Laurence, Temerario lo encaramó sobre su hombro y se puso de pie sobre los cuartos traseros. Más allá de los árboles, el aviador alcanzó a ver la oscura línea del océano y las naves que se mecían en el puerto. Un viento fresco y salado azotó su cara.

 

—Gracias, Temerario —dijo, y el dragón volvió a ponerlo en el suelo—. Se?or Granby, embarque a la tripulación —ordenó.

 

Cuando Temerario alzó el vuelo, el equipo de tierra le dedicó un ruidoso saludo más parecido a un rugido que a una aclamación. Laurence lo escuchó repetido a lo largo de toda la base conforme las demás bestias batían las alas hacia el cielo. Maximus, con su brillo entre rojizo y dorado, era una presencia enorme y deslumbrante que empeque?ecía a los demás. Victoriatus y Lily también destacaban entre la multitud de peque?os Tanatores Amarillos.

 

La bandera de Lenton ondeaba sobre su dragona

 

Obversaria, la Ninfálida Dorada. Tan sólo era un poco mayor que los Segadores, pero atravesó la multitud de dragones y se puso en cabeza con fácil elegancia, haciendo girar las alas casi de la misma forma que Temerario. Como a los dragones más grandes se les había ordenado actuar por su cuenta, Temerario no tenía por qué mantener la velocidad del resto de la formación, y no tardó en hacerse sitio junto a la cu?a que encabezaba aquella fuerza.

 

El viento frío y húmedo azotaba sus rostros, y el grave silbido de su vuelo arrastraba lejos los demás ruidos, salvo los crujidos del arnés y el restallido coriáceo de las alas de Temerario, que en cada batida sonaban como una vela henchida por el viento. Nada más rompía el forzado y pesado silencio de la tripulación. Ya estaban a la vista del enemigo: a aquella distancia, los dragones franceses parecían una bandada de gaviotas o de peque?os gorriones, tal era su número y con tal sincronía aleteaban.

 

Los franceses mantenían una altura considerable, a unos trescientos metros sobre la superficie del agua, lejos del alcance de los ca?ones de pimienta más potentes. Bajo ellos se extendía una formación de velas blancas, hermosa e inútil: la flota del canal. Muchos barcos que habían probado fortuna en vano con sus disparos se veían coronados por guirnaldas de humo. La mayoría de las naves había tomado posiciones cerca de tierra, pese al terrible peligro que suponía acercarse tanto a una costa que quedaba a resguardo del viento. Así, si los franceses se veían obligados a tomar tierra junto al borde de los acantilados, aún podrían quedar a tiro de los largos ca?ones de la Armada, aunque fuera por un breve lapso.

 

Excidium, Mortiferus y sus respectivas formaciones volvían de Trafalgar a una velocidad frenética, pero nadie esperaba que llegaran antes del fin de la semana. No había un solo hombre entre ellos que no supiera al dedillo los números del contingente que los franceses podían reunir contra ellos. Racionalmente nunca habían tenido motivo para la esperanza.

 

Aun así, era muy diferente ver cómo esos minino se convertían en alas y carne. Había doce transportes de madera ligera como los que había descubierto Rankin, cada uno llevado por cuatro dragones y defendido por otros tantos. En la guerra moderna, Laurence no había oído hablar nunca de una fuerza tan numerosa. Aquellas cifras eran más típicas de las cotizadas, cuando los dragones eran más peque?os y la tierra más silvestre, por lo que resultaba más fácil alimentarlos.

 

Al pensar en eso, Laurence se volvió hacia Granby y le dijo en tono tranquilo, lo bastante alto para que su voz llegara a los hombres:

 

—Alimentar a tantos dragones juntos requiere una logística que sólo puede ser viable durante un período de tiempo muy corto. Bonaparte tardará en intentarlo de nuevo.

 

Granby le miró durante unos instantes y después, con un respingo, se apresuró a contestar:

 

—Así es. Tiene usted razón. ?No deberíamos permitir a los hombres un poco de ejercicio? Creo que disponemos de al menos media hora de gracia antes de encontrarnos con ellos.

 

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