Temerario I - El Dragón de Su Majestad

—Bien, se?or Hollin, ?se puede saber qué pasa? —preguntó Laurence, en tono agudo e irritado. Después, al rodear el cuerpo del dragón, comprobó que tenía el costado y el vientre cubiertos de vendas empapadas de sangre negruzca. Desde el otro lado, no las había visto—. Dios mío —se le escapó.

 

Al escuchar a Laurence, Levitas entreabrió los ojos y los volvió hacia él con esperanza. Su mirada era vidriosa y brillante de dolor, pero pasado un instante, con un destello de reconocimiento, el peque?o dragón suspiró y los cerró de nuevo, sin pronunciar palabra.

 

—Se?or —dijo Hollín—. Lo siento, sé que tengo mis propios deberes, pero no podía abandonarlo. El médico se ha ido. Dice que ya no puede hacer nada más por él y que no durará mucho. Aquí no hay nadie, ni siquiera alguien que pueda traer agua. —Hollin hizo una pausa y luego repitió—: No podía abandonarlo.

 

Laurence se arrodilló junto a él y puso la mano en la cabeza de Levitas, rozándola apenas por temor a hacerle más da?o aún.

 

—No —dijo—. Claro que no.

 

Se alegró de estar tan cerca del cuartel general. Había unos asistentes haraganeando junto a la puerta y comentando las noticias, así que los envió para que ayudaran a Hollin. Rankin se encontraba en el club de oficiales, donde era fácil de localizar. Estaba bebiendo vino, tenía mucho mejor color y se había cambiado las ropas manchadas de sangre por otras limpias. Lenton y dos capitanes exploradores estaban sentados con él, discutiendo las mejores posiciones para defender la costa.

 

Laurence se acercó y dijo con voz serena:

 

—Si puede andar, póngase de pie. De lo contrario, le llevaré yo mismo.

 

Rankin dejó el vaso en la mesa y le miró con ojos gélidos.

 

—?Puede repetirlo, por favor? —dijo—. Supongo que está volviendo a entrometerse, como…

 

Sin prestarle atención, Laurence agarró el respaldo de su silla y empujó. Rankin cayó hacia delante, manoteando para tratar de sujetarse al suelo. Laurence le asió por el cuello de la chaqueta y tiró de él para ponerlo en pie, haciendo caso omiso de sus quejas de dolor.

 

—Laurence, ?se puede saber qué…? —dijo Lenton, levantándose con gesto atónito.

 

—Levitas se está muriendo. El capitán Rankin desea despedirse de él —dijo Laurence, mirando a los ojos a Lenton mientras sujetaba a Rankin del brazo y del cuello—. Le ruega que le disculpe, se?or.

 

Los demás capitanes, que se habían incorporado a medias de sus sillas, se le quedaron mirando. Lenton observó a Rankin y después volvió a sentarse con toda la intención.

 

—Muy bien —dijo, extendiendo la mano para agarrar la botella.

 

Los otros capitanes se sentaron también con gesto parsimonioso.

 

Rankin caminó a trompicones, sin intentar librarse de la presa de Laurence, aunque ofreció una débil resistencia por el camino. Al borde del claro, Laurence se detuvo y le miró de frente.

 

—Va a ser generoso con él, ?me entiende? —le dijo—. Le va a dedicar todas las alabanzas que se merecía y que nunca le dijo. Va a decirle que ha sido bravo y leal, y mucho mejor compa?ero de lo que usted se merece.

 

Rankin no decía nada, sólo miraba a Laurence como si se tratara de un lunático peligroso. Laurence le zarandeó de nuevo.

 

—Por Dios, va a hacer esto y mucho más, y rece para que me dé por satisfecho con eso —concluyó en tono salvaje y tiró de él.

 

Hollín seguía sentado, con la cabeza de Levitas en el regazo y un cubo a su lado. Estaba escurriendo agua de un trapo limpio en la boca entreabierta del dragón. Miró a Rankin sin molestarse en disimular su desprecio, pero después se inclinó sobre el dragón y dijo:

 

—Levitas, mira quién ha venido.

 

Levitas abrió los ojos, pero ya los tenía lechosos y no podía ver.

 

—?Mi capitán? —dijo en tono inseguro.

 

Laurence empujó a Rankin y le obligó a arrodillarse sin miramientos. Rankin jadeó y se apretó el muslo, pero dijo:

 

—Sí, estoy aquí. —Levantó la mirada hacia Laurence, tragó saliva y a?adió con torpeza—Has sido muy valiente.

 

No había nada de natural ni de sincero en su voz, que no podía sonar más forzada. Pero Levitas sólo respondió, muy suavemente:

 

—Has venido…

 

Después lamió las gotas de agua que tenía en la comisura de la boca. La sangre seguía manando perezosa, lo bastante espesa para diferenciar los vendajes de ambos: los de Rankin estaban relucientes, y los del dragón, negros. Rankin se removió inquieto. Se estaba empapando las calzas y las medias, pero miró de nuevo a Laurence y renunció a levantarse.

 

Levitas suspiró tenuemente, y después incluso el débil movimiento de sus costados cesó. La mano encallecida de Hollín le cerró los ojos.

 

Los dedos de Laurence seguían apretando el cogote de Rankin. Ahora le soltó por fin. Su rabia había desaparecido, sustituida por un silencioso aborrecimiento.

 

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