Por eso no hablaba de ello con nadie.
—Ella… no había estado durmiendo bien, así que su médico le recetó una medicina hace un tiempo. Y ella solo… —Todas las veces que lo había ensayado me habían fallado. No sabía cómo explicarlo. Estaba haciendo un mal trabajo—. Los vecinos llamaron el día de A?o Nuevo cuando ella no abría la puerta, pero era demasiado tarde. —Apreté los labios y los cerré con fuerza al sentir que un sollozo me salía del pecho—. Se fue a dormir. Tomó lo suficiente para saber que no se despertaría. La encontraron en su sillón favorito.
—El azul. Oh —la voz de Vera se quebró. Dejó caer la carta y se llevó las manos a la boca—. Oh, Annie.
Porque, ?qué otra cosa se puede decir?
—Lo siento —susurré, apretándome las u?as en las manos, concentrándome en el agudo dolor—. No hay forma fácil de hablar de ello. Lo siento —repetí—. Lo siento.
—Cari?o, no fuiste tú. No hiciste nada malo —dijo…
Pero lo hice, ?no? Debería haber visto las se?ales. Debería haberla salvado. Debí haber…
Y entonces esa mujer a la que no conocía me rodeó con sus brazos y me apretó contra su blusa naranja quemada, y sentí que me daba permiso. Del tipo que no me había permitido durante seis meses. El tipo de permiso que había estado esperando, mientras estaba sentada sola en el apartamento de mi tía y el dolor brotaba tan alto que parecía sofocante. El permiso que creía haberme dado a mí misma, pero que no había sido un permiso para llorar, sino una orden para ser fuerte. De estar bien. Me dije una y otra vez que tenía que estar bien.
Y por fin alguien me dio permiso para deshacerme.
—No es culpa tuya —me dijo en el pelo mientras un sollozo escapaba de mi boca.
—Ella se fue —susurré, mi voz apretada y alta—. Ella se fue.
Y me rompió el corazón.
Esta mujer que no conocía, que solo había imaginado en las historias de mi tía, me abrazó con fuerza mientras yo lloraba, y ella lloró conmigo. Lloré porque me había dejado, porque se había ido, aunque yo la persiguiera, con sus faldones revoloteando fuera de mi alcance. Se fue y yo seguía aquí, y había tantas cosas que aún no había hecho, o que nunca haría en el futuro. Había amaneceres que nunca vería y Navidades en Rockefeller Plaza de las que nunca se quejaría y escalas que nunca tomaría y vino que nunca volvería a beber conmigo en aquella mesa amarilla suya mientras comíamos fettuccine que nunca eran iguales dos veces.
Nunca la volvería a ver.
Nunca iba a volver.
Mientras lloraba apoyada en el hombro de Vera, sentí como si de repente se hubiera derrumbado un muro y todo mi dolor y tristeza reprimidos se hubieran desvanecido como un dique roto. Al cabo de un rato, nos separamos y ella tomó una caja de pa?uelos y se secó los ojos.
—?Qué pasó con el apartamento? —preguntó.
—Me lo dio en su testamento —respondí, agarré unos pa?uelos y me limpié la cara. La tenía en carne viva e hinchada.
Asintió con la cabeza, un poco aliviada.
—Oh, bien. ?Sabes que era mío antes de que ella lo comprara? Bueno, no era mío, solo se la alquilé a un viejo estirado que me cobró de más. Murió, así que tuve que mudarme y su familia se lo vendió a tu tía. Creo que nunca supieron lo que hacía.
Eso me sorprendió.
—?No lo hicieron?
—No, nunca vivieron allí, pero los inquilinos lo sabían. El hombre del que tomé el contrato me advirtió. Se había dado cuenta por las malas. Creyó que otra persona tenía la llave del piso y entraba a reordenar sus cosas. Solo cuando supo su nombre se dio cuenta de que la mujer que seguía entrando había fallecido hacía casi cinco a?os. —Sacudió la cabeza, pero sonreía al recordarlo—. ?Casi no le creí hasta que me pasó a mí y conocí a tu tía!
No se parecía mucho a la Vera de las historias de mi tía. Esta Vera estaba más arreglada, llevaba un collar de perlas y tenía un aspecto tan impecable como su apartamento, decorado con sencillez. Y si las peque?as cosas eran diferentes, quizá parte de la historia de mi tía también lo fuera.
—?Por qué no funcionaron las cosas? —pregunté, y ella se encogió de hombros.
—No puedo decírtelo. Creo que siempre tuvo un poco de miedo de que algo bueno llegara a su fin, y oh, nosotras éramos algo bueno —dijo con una sonrisa secreta, sus pulgares rozando el sello de lacre en el reverso de su carta—. Nunca quise a nadie como quise a Annie. Nos manteníamos en contacto por carta, a veces cada dos meses, a veces cada dos a?os, y hablábamos de nuestras vidas. No estoy segura de que alguna vez se arrepintiera de haberme dejado marchar, pero ojalá hubiera luchado un poco más por nosotras.
—Sé que lo pensó —respondí, recordando la noche en que mi tía me contó toda la historia, la forma en que había llorado en la mesa de la cocina—. Siempre deseó que hubiera acabado de otra manera, pero creo que tenía miedo porque… el apartamento, ya sabes. Cómo se conocieron.
Su boca se torció en una sonrisa tímida.
—Tenía tanto miedo al cambio. Temía que nos distanciáramos. No quería estropearlo, así que hizo lo que mejor sabía hacer: conservarlo para ella. Esos sentimientos, ese momento. Estuve muy enfadada con ella —admitió—, durante a?os. Durante a?os estuve enfadada. Y luego dejé de estarlo. Así era ella, y era una parte de ella que amaba con el resto de su ser. Así era como sabía vivir, y no todo era malo. También era bueno. Los recuerdos son buenos.
Dudé, porque ?cómo iban a ser buenos cuando nos dejó? ?Cuando el último sabor en nuestras bocas fueron gotas de limón?
—Incluso después de…
Vera me cogió la mano y la apretó con fuerza.
—Los recuerdos son buenos —repitió.
Me mordí el labio inferior para que no me temblara y asentí, secándome los ojos con el dorso de la mano. El café que había traído ya estaba frío y ninguna de las dos lo habíamos tocado.
Mi teléfono zumbó, y estaba segura de que eran Drew y Fiona preguntando si me encontraba bien. Probablemente tenía que volver con ellas, así que abracé a Vera y le di las gracias por hablar conmigo sobre mi tía.
—Puedes volver cuando quieras. Tengo historias para días enteros —dijo, y me acompa?ó de vuelta a la puerta. Ahora que la cabeza no me daba vueltas, me fijé en los cuadros del pasillo.