The Seven Year Slip

Todo seguía su curso, entraba en mi vida y volvía a marcharse, porque nada se quedaba. Nunca nada se quedaba.

Pero las cosas podrían volver.

Eso me recordó algo. Volví a sacar el celular y a?adí: ?Quieren venir conmigo a entregar la carta?





Capítulo 33


  Lo que nunca fue


Vera vivía en la calle ochenta y primera, entre Amsterdam y Broadway, en un piso sin ascensor del color de la piedra crema. Según la dirección de su carta, vivía en el tercer piso, en el 3A. Fiona y Drew me apoyaron en la acera, aunque Drew seguía creyendo que debía devolver la carta por correo.

—?Y si no quiere verte? —preguntó.

—Prefiero enterarme en persona de que ha muerto alguien a quien he escrito cartas durante los últimos treinta a?os —argumentó Fiona, y su mujer suspiró y negó con la cabeza.

Entendía el punto de vista de Drew, pero tal vez habría sido más fácil devolver la carta. La relación entre mi tía y Vera no era asunto mío, pero como conocía la historia, me sentí… obligada, supongo. A terminarla.

Había oído hablar tanto de Vera que casi me parecía un cuento de hadas, alguien a quien nunca pensé que conocería. Tenía las manos húmedas y el corazón se me aceleraba en el pecho. Porque estaba a punto de conocerla, ?verdad? Estaba a punto de conocer a la última pieza del rompecabezas de mi tía.

Respiré hondo y examiné la caja del timbre. Los nombres estaban borrosos, casi ilegibles. Entrecerré los ojos para intentar distinguir al menos los números y pulsé el timbre del 3A.

Al cabo de un momento, una voz tranquila respondió:

—?Diga?

—Hola, siento molestarte. Me llamo Clementine West y tengo la carta que le enviaste a mi tía. —Luego, un poco más tranquila—: Analea Collins.

No hubo respuesta durante un buen rato, tanto que pensé que tal vez no iba a obtenerla, pero entonces ella dijo:

—Sube, Clementine.

La puerta zumbó para desbloquearse y les dije a mis amigas que volvería en un minuto.

Respiré hondo, me armé de valor y entré en el edificio.

Perseguir a Vera era como abrir una herida que había suturado hace seis meses, pero tenía que hacerlo. Sabía que tenía que hacerlo. Si ella y mi tía habían mantenido el contacto a lo largo de los a?os, ?por qué Analea nunca lo había mencionado? Si habían seguido siendo amigas, ?por qué no funcionó? Pensé que Analea había cortado los lazos con Vera, como había hecho con todo lo que amaba y se negaba a arruinar, pero al parecer mi tía tenía más secretos de los que yo había pensado en un principio. Cosas que mantenía ocultas. Cosas que nunca dejaba que nadie viera.

Antes quería ser exactamente como mi tía. Pensaba que era valiente y atrevida, y quería construirme a mí misma como ella se había construido. Mi tía me daba permiso para ser salvaje y desenfrenada, y yo quería eso más que cualquier otra cosa, pero desde que falleció me había echado atrás. No quería parecerme en nada a ella, porque tenía el corazón roto.

Todavía tenía el corazón roto.

Y ahora tenía que decirle a otra persona, alguien que también quería a Analea lo suficiente como para escribirle cartas treinta a?os después de que su tiempo terminara, exactamente lo que no quería volver a oír nunca más.

Me detuve en el apartamento 3A y llamé a la puerta. Mi tía me había hablado de Vera, de cómo era, pero al abrir la puerta me sorprendió de inmediato lo mucho que me recordaba a mi tía. Era alta y delgada, llevaba una blusa naranja y unos pantalones cómodos. Tenía el pelo rubio grisáceo muy corto y la cara angulosa para una mujer de unos sesenta a?os.

—Clementine —saludó, y de repente me abrazó con fuerza. Sus brazos eran delgados, así que me sorprendió lo fuerte que era—. ?He oído hablar tanto de ti!

Se me llenaron los ojos de lágrimas, porque me confirmó lo que me había preguntado: si esta carta había sido una casualidad o si se trataba de otra línea de conversación en una larga historia de correspondencia durante a?os y a?os. Y era lo segundo.

Analea se había mantenido en contacto con Vera y habían hablado de mí.

Olía a naranjas y a ropa recién lavada, y le devolví el abrazo.

—Yo también he oído hablar mucho de ti —murmuré en su blusa.

Al cabo de un momento, me soltó y me puso las manos en los hombros, mirándome bien desde debajo de sus gafas de media luna.

—?Eres igual que ella! Casi su vivo retrato.

Esbocé una peque?a sonrisa. ?Era un cumplido?

—Gracias.

Dio un paso atrás para darme la bienvenida a su apartamento.

—Pasa, pasa. Estaba a punto de hacer café. ?Te gusta el café? Tienes que ser así. Mi hijo hace el mejor café…

Lo que mi tía no había mencionado, sin embargo, era que Vera tenía un acento sure?o muy leve, y su apartamento estaba lleno de fotos de una peque?a ciudad sure?a. No me fijé demasiado en ellas cuando entré en el salón y me senté, y ella nos preparó dos tazas de café y se sentó a mi lado. Estaba un poco entumecida, todo borroso. Después de tantos a?os escuchando historias sobre esa mujer llamada Vera, aquí estaba en carne y hueso.

Esta era la mujer que Analea había amado tanto que la dejó ir.

—Me preguntaba cuándo podría conocerte —dijo Vera mientras se sentaba a mi lado—. Es una sorpresa. ?Está todo bien?

En respuesta, metí la mano en el bolso y saqué la carta que le había enviado a mi tía. Estaba un poco arrugada de tanto luchar con mi cartera, pero la alisé y se la devolví.

—Lo siento —empecé, porque no sabía qué más decir.

Frunció el ce?o al tomar la carta sin abrir.

—Oh —susurró, dándose cuenta—, ?está…?

Había cosas que eran difíciles de hacer —divisiones complicadas sin calculadora, un maratón de cien millas, abordar un vuelo de conexión en el aeropuerto de Los ?ngeles en veinte minutos—, pero ésta era, con diferencia, la más difícil. Encontrar las palabras, reunirlas, ense?arle a mi boca cómo decirlas, ense?arle a mi corazón cómo entenderlas…

Nunca le desearía esto a nadie.

—Falleció —forcé, incapaz de mirarla, tratando de mantenerme firme. Estable—. Hace unos seis meses.

Su respiración se entrecortó. Agarró con fuerza la carta.

—No lo sabía —dijo en voz baja. Bajó la mirada hacia la carta. Luego volvió a mirarme—. Oh, Clementine. —Sujetó mi mano y la apretó con fuerza—. Verás, hace poco que he vuelto a la ciudad. Mi hijo tiene un trabajo aquí y quería estar cerca de él —divagó, porque le sentaba mejor que detenerse en esas palabras: ella había fallecido. Se tragó su tristeza y dijo, después de un momento, mientras se recomponía—: ?Puedo preguntar qué pasó?

No, quería contestar, pero no porque estuviera avergonzada. No estaba segura de poder hablar de ello sin llorar.

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