ángeles en la nieve

—Te ascendí porque te lo merecías —prosigue—, pero también porque aquella bala en la rodilla acabó contigo como agente de patrulla. O te ascendía o te retiraba. Te hice un favor.

No me hizo ningún favor, me lo gané yo. Era poli de calle en Helsinki y respondí a una llamada por robo a mano armada en Tillander, la joyería más cara de la ciudad, en Aleksander Street, en el corazón del barrio comercial del centro. Era una espléndida tarde de verano.

Mi compa?ero y yo llegamos rápido, justo cuando dos ladrones salían de la tienda cargados con mochilas llenas de joyas. Sacaron las pistolas y uno nos disparó; luego se separaron y huyeron corriendo. Yo perseguí a uno de ellos por una calle llena de turistas y gente de compras.

De pronto, el ladrón se detuvo, se giró y disparó. Yo tenía la pistola en la mano, pero me sorprendió. Aún estaba corriendo cuando la bala me dio y me destrozó la rodilla izquierda, que ya me había hecho polvo jugando al hockey en el instituto. Caí al suelo. El debería de haber seguido corriendo, pero, por algún motivo que no puedo imaginar, cambió de idea y decidió matarme.

Cuando se me acercó, disparé yo primero y la bala le dio en el costado. Cayó, y por un segundo nos quedamos los dos tendidos en la acera, mirándonos. él levantó la pistola para volver a disparar. Le dije que bajara el arma. No lo hizo, y le volé la cabeza.

Resultó que él y su compa?ero eran gánsteres estonios que habían llegado a Helsinki desde Tallin en una excursión de un día, dispuestos a robar todo lo posible. Supongo que esperaban volverse a casa aquella noche en el mismo barco con todo lo robado en Tillander.

—Si me quitas este caso —le digo—, me quitas cualquier oportunidad de prosperar en mi carrera. Para eso, ya podías haberme retirado.

—Tus oportunidades acabaron cuando decidiste trasladarte de Helsinki a Kittil?. Fuiste tú quien pidió el traslado. ?De qué te quejas ahora?

El disparo tuvo un gran eco en el departamento, me dieron una medalla y me ascendieron a subinspector. Posteriormente, cuando me nombraron inspector, solicité que me trasladaran de nuevo a Kittil?, mi lugar de origen. él piensa que es una cuestión de orgullo, pero se equivoca: es una cuestión de sentido del deber.

—O me retiras ahora mismo o me respaldas en el caso. ?Qué decides?

Puede apoyarme en el caso o librarse de mí y empezar a dar explicaciones de por qué ha retirado a un héroe de la Policía. Mala imagen. Espero mientras se lo piensa.

—Muy bien, tú ganas. No obstante, si te lo piensas mejor y quieres que te envíe a un equipo de homicidios, te lo mandaré. No me importa quién lo haga; lo único que quiero es que el caso se resuelva rápido.

—Me parece bien.

—?Puedo hacer algo más para ayudarte?

—Localizar a los padres de Sufia Elmi. Enviarles un pastor y un agente para informarles del asesinato. —En este país, los pastores luteranos acompa?an a la Policía cuando tienen que notificar la muerte de alguien a sus parientes—. Y la autopsia estará lista hoy mismo. No me iría mal que me mandaran los resultados del ADN en cuanto estén, a cualquier hora.

—Hecho. Llámame cada día e infórmame de tus progresos. Y Kari, ahora esto está en tus manos. Tú verás.

Cuelgo el teléfono, tan cabreado que apenas puedo respirar.

A las ocho de la ma?ana salgo de la sala común. Antti y Jussi, los únicos agentes de patrulla de los que dispongo, porque los demás están de vacaciones de Navidad, están ociosos, bebiendo café. Las casacas de sus uniformes de campo están amontonadas. Antti recuerda tanto al estereotipo de finlandés que resulta casi cómico. Rubio y con el rostro en forma de sartén. Jussi tiene el cabello oscuro, es robusto y serio. Tiene cara de sue?o.

Valtteri también parece cansado. A lo mejor no ha podido dormir después de ver el cuerpo de Sufia. Lleva puesto su uniforme de gala nuevo, almidonado y planchado. Sabe que hoy es un día importante.