—Ahora ya no hay nada que pueda hacer por él —contesta Pressia. Y le sorprende darse cuenta de que es verdad y de que le supone un extra?o alivio. Al instante se siente culpable. Le quedan la carne en lata, la extra?a naranja roja de la mujer a la que cosió y una última fila de juguetes para trocar.
—Comprendo las responsabilidades familiares. Helmud es mi hermano —dice Il Capitano se?alando al hombrecillo de su espalda—. Yo lo mataría, pero es mi familia.
—Yo lo mataría pero es mi familia —repite Helmud plegando los brazos bajo el cuello como un insecto.
Il Capitano parte un huesecillo y se lo sostiene a Helmud para que lo picotee, aunque no mucho, solo un poco, antes de quitárselo.
—Aun así, eres peque?a…, cualquiera diría que no has tomado una comida decente en tu vida. No valdrías. Pero mi instinto dice que puedes servir de algo, pagando con tu vida, eso sí.
A Pressia se le hace un nudo en el estómago. Se acuerda del tullido sin pierna; puede que no haya mucha diferencia entre ambos.
El oficial se echa hacia delante deslizando los codos por el escritorio.
—Mi trabajo es reclutar a gente. ?Crees que me gusta?
Pressia no sabe qué contestar.
Acto seguido Il Capitano se vuelve y le grita a su hermano:
—?Para ya ahí detrás!
Helmud alza la vista con los ojos desencajados.
—Se pasa el día jugueteando con los dedos, venga a moverlos una y otra vez. Un día de estos me vas a volver loco, Helmud, con esos nervios tuyos. ?Me estás escuchando?
—?Me estás escuchando? —repite el hermano.
Il Capitano coge una carpeta de un montón.
—Pero es raro. En tu expediente pone que te han hecho venir para convertirte en oficial. Nos han dicho que no hagamos nada con tu educación y tengo que meterte en instrucción.
—?De verdad? —pregunta Pressia. Al instante se le antoja una mala se?al. ?Conocen su relación con el puro? ?Por qué si no la habrían escogido a ella?—. ?Instrucción para ser oficial?
—A la mayoría de la gente le haría bastante más ilusión —comenta Il Capitano, que se restriega con la mano los labios grasientos y abre una caja de puros que hay en el escritorio—. De hecho, yo diría que tienes una potra importante. —Se enciende un puro y deja que el humo forme una nube alrededor de su cabeza—. ?Eres una chica afortunada!
La cara de su hermano está ahora oculta tras la cabeza de Il Capitano, pero Pressia oye que murmura:
—Afortunada. Afortunada.
Perdiz
Historia eclipsada
Han vuelto a la cámara frigorífica de Bradwell. Huele a ahumado. Mientras Perdiz se viste con la ropa del otro chico, Bradwell refríe en la hornilla las sobras de un híbrido carnoso. Le dice a Perdiz que coma:
—Tenemos que recargar pilas.
Perdiz, sin embargo, no tiene apetito. Con las ropas de Bradwell se siente un extra?o. La camisa le queda grande y los pantalones cortos. Las botas son tan anchas que le bailan en los pies. Aunque le ha dicho a Bradwell que no tiene ningún chip, el chico está convencido de que tienen a Perdiz controlado de algún modo y le ha mandado quemar toda su ropa y las pertenencias de su madre, cosa que no está seguro de poder hacer. Una vez se ha puesto la ropa del otro chico se siente un forastero de sí mismo.
Bradwell ha colocado en el suelo todos los papeles que cree que lo ayudarán a ver el cuadro completo: impresiones de correos electrónicos de sus padres, algunos documentos en sus originales japoneses, notas escritas a mano, un fragmento del manuscrito de sus padres… Ahora suma a todo eso las cosas de la madre de Perdiz. Es extra?o verlo todo esparcido por el suelo como si fuesen piezas de muchos puzles distintos. ?Cómo encajarlos para crear un todo? No es posible. Bradwell, en cambio, parece como electrizado por las posibilidades. Ha comido en un suspiro y ahora se dedica a dar vueltas alrededor de las pruebas. Hasta las alas que tiene en la espalda son incapaces de estarse quietas.
Perdiz fija su atención en los recortes sobre su padre: varias instantáneas de él ante un micrófono, otras con la cabeza hacia abajo y una mano sobre la corbata, en una pose de falsa humildad que el chico detesta. El padre aparece al fondo de muchas otras fotografías de periódicos, siempre en los márgenes.
—En realidad ni siquiera lo reconozco… ?Cómo era? —dice Perdiz.
—?Tu padre? Antes era un hombre de frases cortas, pegadizas y optimistas, y de muchas promesas. Un maestro de las vaguedades, entre otras cosas.
Perdiz coge uno de los recortes polvorientos y escruta la cara pálida de su padre, los labios rojizos y los ojos que nunca miran a la cámara.
—Es un mentiroso. Sabe más de lo que dice.
—Me apuesto algo a que lo sabe todo —a?ade Bradwell.
—?Qué es todo?
—Todo lo que pasó desde la Segunda Guerra Mundial.
—?La Segunda Guerra Mundial?
—Mis padres, Otten Bradwell y Silva Bernt, la estudiaron. Los ficharon desde muy jóvenes, igual que a tu padre; fueron reclutas de los Mejores y Más Brillantes. En su último a?o los seleccionaron en sus respectivos institutos, a varios estados de distancia, en distintas tardes, y los llevaron a comer a un Red Lobster.
—?Un Red Lobster?
—Sí, una cadena de restaurantes; seguramente formaba parte del protocolo. Hubo alguien que llegó a estudiar cuál era el restaurante perfecto para engatusar a jóvenes reclutas de origen modesto. Es probable que a tu padre también lo llevasen a un Red Lobster cuando estaba en el instituto.
Perdiz ni siquiera es capaz de imaginarse a su padre con su misma edad. Imposible, ha sido viejo siempre, nació así.
—Pero al contrario que tu padre, los míos rechazaron la oferta. Solían bromear con que la marisquería no había funcionado con ninguno de los dos. Eran inmunes al Red Lobster.
A Perdiz no le gusta la forma en que Bradwell pinta a su padre, tan débil. No le gusta el sonido del nombre de su padre en boca del chico.
—?Dónde has encontrado todo esto?
—Mis padres sabían lo que se nos venía encima y construyeron una habitación acorazada oculta, con doble revestimiento de acero. Cuando mis tíos murieron regresé a la casa, que estaba quemada. No tuve que pensar mucho para averiguar la combinación de cuatro dígitos: ocho, uno, cero, cinco, el número de la primera casa que tuvieron, donde yo nací, en Filadelfia. Aunque me costó lo suyo, fui arrastrando conmigo el baúl hasta que llegué aquí.
—Puede que las cosas de mi madre no sean de gran valor —comenta Perdiz—, pero la primera vez que las tuve entre las manos, me parecieron importantes…, como pruebas que podían conducirme hasta ella. Tal vez sea una tontería.