Puro (Pure #1)

La guardia entra por la puerta y se queda inspeccionando la estancia. Lleva un rifle entre los brazos, acunado como si en realidad recorriera los pasillos para devolver a un crío a su cunita, como si hubiese una sala de maternidad en alguna parte. Viste el uniforme verde reglamentario de la ORS, rematado por un brazalete con una garra.

Pressia tendrá que dar explicaciones en algún momento; sabe que a la ORS no le gustan los que no se presentan por su cuenta, aquellos a los que tienen que perseguir y dar caza. Sin embargo, su resistencia tiene que ser una prueba de algo, de que, en cierto modo, es fuerte. Pressia cree poder contarles que se habría presentado si no fuese porque tenía que cuidar de su abuelo. Es un signo de lealtad, y eso quieren ellos: lealtad. Tiene que contarles lo que sea para seguir con vida.

Pero ha visto a la ORS sacar a gente a rastras de sus casas y tirarla como fardos en los camiones delante de sus hijos, ante familias enteras. Ha visto disparar a gente en medio de la calle. Se pregunta cómo murió Fandra pero lo deja estar; tiene que olvidarlo.

La guardia avanza por el cuarto y todas las caras se vuelven hacia ella, asustadas, aturdidas. ?Eso es lo que aguardaban? La soldado ya no lleva el rifle en el regazo, está apuntando con él a Pressia.

—?Pressia Belze?

Se levantaría para asentir, pero no puede. Con la cinta en la boca lo único que puede hacer es mover la cabeza, allí tumbada sobre un costado y aovillada como una gamba.

La guardia se acerca y le tira de un brazo para ponerla en pie. Luego Pressia la sigue y salen del cuarto, no sin un último vistazo al resto de chicos. Ninguno la mira a los ojos salvo uno. Pressia ve ahora que se trata de un auténtico tullido, pues tiene vacía una de las perneras del pantalón. No hay nada por dentro y sabe que el chico no sobrevivirá, no llegará a soldado y puede que ni siquiera a blanco humano. Aunque aquello fuese en otros tiempos un hospital, ya no lo es, y es probable que utilicen la lejía para cubrir el olor a muerte. Pressia intenta sonreír al tullido para regalarle algo de bondad, pero tiene la boca tapada y el chico nunca la verá.

La guardia es bajita y corpulenta, y tiene la piel escaldada, la cara, el cuello y las manos quemados en un tono rosa fuerte. Pressia se pregunta si tendrá todo el cuerpo igual. En su mejilla, una moneda vieja cubre un agujero. Se acerca a Pressia y, por alguna razón que la chica desconoce o ni tan siquiera puede imaginar, la guardia le clava la culata del rifle en las costillas. Cuando se dobla en dos por el dolor, la soldado le dice:

—Pressia Belze —pronuncia su nombre llena de odio, como si fuese un insulto.

A ambos lados del pasillo hay puertas abiertas, cada una con sus propios camastros y chicos esperando. Está todo en silencio salvo por los murmullos, los muelles de las camas y el chirrido de las botas.

Pressia repara ahora en que se trata de un sitio antiguo con los suelos embaldosados, las molduras, las puertas viejas, los techos altos. Pasan por delante de una especie de vestíbulo con una recargada alfombra raída y varias ventanas altas. Hace tiempo que los cristales desaparecieron y por la sala corre un viento que juega con los trozos deshilachados de cortinas de gasa, grises por la ceniza. Es un sitio de esos donde la gente iba a esperar a alguien, a un familiar en silla de ruedas o a algún desequilibrado, un loco incluso. Asilos, sanatorios, centros de rehabilitación…, tenían un montón de nombres. Y luego estaban las cárceles.

Por las ventanas Pressia ve tablones de madera unidos por clavos —una especie de cobertizo—, un muro de piedra con alambre de espino por encima y, más allá, unos pilares blancos que no están unidos a nada semejan tallos aislados.

La guardia se detiene ante una puerta y llama. Una voz de hombre, bronca y desganada, grita:

—?Pase!

La guardia abre la puerta y vuelve a empujar a Pressia con la culata.

—Pressia Belze —anuncia, y, dado que es lo único que la chica le ha oído decir, se pregunta si no sabrá decir otra cosa.

Hay un escritorio y un hombre sentado a él, o en realidad son dos hombres… Uno es grande y entrado en carnes. En principio parece bastante mayor que Pressia, aunque entre las cicatrices y las quemaduras cuesta adivinar su edad. Y también puede ser que no le saque muchos a?os a Pressia, que solo esté más estropeado. El más peque?o debe de rondar su edad, si bien es raro, porque un cierto vacío en su mirada hace que sea difícil calcularla. El más grande lleva el uniforme gris de oficial y está comiéndose un pollo enano de una lata; el animal todavía tiene la cabeza.

El hombre de su espalda es peque?o. Se fusionó ahí: los brazos chupados cuelgan alrededor del cuello grueso del mayor, una espalda ancha contra un pecho delgaducho. Pressia se acuerda del conductor del camión y de la cabeza que parecía flotar tras él; es posible que se trate de los mismos.

El mayor le dice a la guardia:

—Quítale la cinta. Algo tendrá que decir.

Tiene los dedos llenos de grasa de pollo y las u?as sucias y relucientes al mismo tiempo. Cuando la guardia le quita de un tirón la cinta, Pressia se relame los labios y le saben a sangre.

—Puedes retirarte —le dice el hombre a la centinela, que se va y cierra la puerta con una delicadeza que Pressia no habría esperado de ella; apenas un chasquido suave.

—Bueno… Yo soy Il Capitano. Estamos en el cuartel general y soy yo quien manda aquí.

El hombrecillo de la espalda murmura:

—Quien manda aquí.

Il Capitano lo ignora, coge la carne oscura y se la mete en la boca grasienta. Pressia se da cuenta de que está muerta de hambre.

—?Dónde te han encontrado? —le pregunta Il Capitano al tiempo que se pasa un trozo más peque?o por encima del hombro y le da de comer al de atrás, como a un pajarillo.

—Ahí fuera.

Il Capitano mira a Pressia.

—?Eso es todo?

La chica asiente.

—?Por qué no viniste a entregarte? —pregunta el oficial—. ?Te gusta jugar al gato y al ratón?

—Mi abuelo está enfermo.

—?Sabes la de gente que me viene con la excusa de que tienen a algún familiar enfermo?

—Supongo que habrá muchas personas con parientes enfermos… eso cuando tienen familia, claro.

El hombre inclina la cabeza hacia un lado y Pressia no sabe cómo interpretar su expresión. Vuelve a su pollo y dice:

—La revolución está en camino y mi pregunta es: ?eres capaz de matar? —Lo ha dicho sin mudar el gesto, como si lo hubiese leído de un folleto de reclutamiento. No le pone alma.

Lo cierto es que el hambre que siente es tal que a Pressia le entran hasta ganas de matar a alguien; un deseo feo que le sobreviene como un fogonazo.

—Podría aprender. —Se siente aliviada por tener todavía las mu?ecas atadas a la espalda, con el pu?o de mu?eca oculto a la vista.

—Un día los derrocaremos. —Suaviza el tono de voz y a?ade—: En realidad eso es lo único que quiero: me gustaría matar a un puro antes de morirme. Solo a uno. —Suspira y se frota los nudillos contra la mesa—. ?Y tu abuelo?