Pressia le pasa la fotografía a Bradwell, que se la estudia con detenimiento.
—Recuerdo ese viaje —comenta Perdiz—. Fuimos los dos solos. Mi madre había heredado de mi abuela una casa cerca de la playa. Hacía un poco de frío, y al final nos pusimos los dos malos, con un virus estomacal. Ella hacía té y yo vomitaba en una papelera junto a mi cama. —Rebusca en la mochila y saca el sobre con las cosas de su madre—. Ten. Lo mismo si ves estas cosas te viene alguna idea. No sé… Puedes leer la tarjeta de cumplea?os, si quieres. Hay también una caja de música y un colgante.
Bradwell le devuelve la fotografía, coge el sobre y mira en su interior. A continuación saca la caja de música, la abre y al instante suena una melodía.
—Esta canción no la conozco —reconoce Bradwell.
—Es raro pero, sinceramente, yo creo que se la inventó ella. Pero entonces, ?cómo encontró una caja de música con la canción que se inventó?
—Parece hecha a mano —observa Pressia. Es sencilla y lisa. La coge—. Déjame verla. —Cuando Bradwell se la da, la inspecciona por dentro y ve los peque?os dedos de metal que golpean las pesta?as de un carrete de metal que gira—. Yo podría hacer algo parecido si tuviese buenas herramientas. —Cierra la caja, la abre y vuelve a taparla para probar el mecanismo de parada.
Bradwell alza la cadena dorada y deja que se le enrolle en los dedos. El cisne gira. El cuerpo debe de ser de oro macizo, se dice Pressia. Tiene el cuello muy largo y un ojo de piedra más grande de lo normal, con una gema azul brillante del tama?o de una canica que se ve por ambos lados. Está perfecto, no tiene ni un ara?azo, ni una tara… es puro. No puede apartar los ojos de él. En realidad nunca ha visto nada que haya sobrevivido a las Detonaciones, aparte de al propio Perdiz. El ojo azul es hipnótico.
Bradwell devuelve el colgante al sobre y se queda mirando a Pressia. Se le suaviza el rostro por un instante, como si quisiera decirle algo, pero luego vuelve a ponerse tenso.
—Ya os he traído hasta la calle Lombard. Eso es lo que os prometí. —Se levanta, aunque no del todo porque es demasiado alto para un techo tan bajo—. A la gente le parece alucinante que haya podido sobrevivir por mi cuenta desde los nueve a?os. Pero si lo he hecho ha sido precisamente porque he estado solo desde entonces. En cuanto empiezas a atarte a gente, se convierten en un lastre que te pesa. Tendréis que apa?ároslas por vuestra cuenta.
—Bonita forma de pensar —dice Pressia—. Muy generoso y caritativo por tu parte.
—Si fueses lista, tú también te irías. La generosidad y la caridad pueden hacer que te maten.
—Oye, por mí bien. No necesito que nadie me lleve de la manita —replica Perdiz.
Pressia sabe que tiene las horas contadas si se queda solo. Y él también tiene que saberlo. Pero ?ahora qué? El aire de la cripta cambia, parece que pasa más ceniza iluminada por el sol. Se cuela por la abertura sobre sus cabezas y se cierne sobre ellos. Es de día y ya hay luz suficiente para leer parte del nombre de la placa, ?Santa Wi?, pero el resto ya no está, la placa se ha partido y las letras han desaparecido. Debajo logra distinguir algunas palabras sin importancia: ?Nacida en… su padre era… santa patrona de… abadesa… ni?os… tres milagros… tuberculosis…? Eso es todo. Los padres de Pressia se casaron en una iglesia y el banquete se hizo fuera bajo unas carpas blancas. Se fija en que hay una florecilla seca, arrugada por el tiempo, en el borde lleno de cera. ?Una peque?a ofrenda?
—Supongo que hemos llegado a un callejón sin salida —dice Pressia.
—En realidad no. Mi madre sobrevivió a las Detonaciones —repone Perdiz—. Para mí es mucho.
—?Cómo sabes que sobrevivió? —le pregunta Pressia.
—Lo ha dicho la anciana. Tú estabas allí.
—Yo lo que creo que ha dicho es que él le rompió el corazón. Y eso no me dice gran cosa.
—Y es que es verdad: él le rompió el corazón y la dejó aquí. Si hubiese muerto en las Detonaciones no habría tenido tiempo de que le rompiesen el corazón. Pero así fue: él le rompió el corazón, y la mujer lo sabía, sabía que la dejaron atrás y que mi padre se nos llevó a mi hermano y a mí. Eso es lo que ha querido decir cuando ha dicho que le rompió el corazón. Puede que fuese una santa, pero no murió como tal.
Perdiz vuelve a meter la fotografía en la funda, que guarda a su vez en el sobre y luego en el bolsillo interior de la mochila.
—Pero, aunque sobreviviese a la explosión (lo que ya sería mucho elucubrar) —interviene Bradwell—, puede que no superase lo que vino después. No mucha gente lo ha logrado.
—Mira, puede que os parezca una tontería, pero yo creo que está viva.
—O sea, ?tu padre os salvó a ti y a tu hermano pero a ella no? —le pregunta Bradwell.
El puro asiente.
—Le rompió el corazón a mi madre, y a mí también.
—La confesión se queda flotando en el aire tan solo un instante, hasta que Perdiz la aparta—. Quiero volver donde la anciana. Sabe más de lo que nos ha contado.
—Pero ahora es de día —le advierte Pressia—. Tenemos que andarnos con cuidado. Déjame que vaya yo antes a inspeccionar la zona.
—No, voy yo —dice Perdiz.
—No, yo —se ofrece Bradwell—. De paso veré qué da?os ha causado la muertería.
—He dicho que voy yo —insiste Pressia, que se levanta y se sacude el polvo de la cabeza y la ropa. Quiere asegurarse de que Perdiz la sigue viendo útil. No se ha rendido.
—Es demasiado arriesgado —le dice Perdiz, al tiempo que alarga la mano para retenerla. Cuando le agarra la mu?eca el jersey se levanta y deja al descubierto la cabeza de mu?eca. Aunque lo sorprende, no la suelta. En lugar de eso la mira a los ojos.
Pressia vuelve el brazo y le ense?a la cara de mu?eca que tiene por mano.
—De la explosión. ?No querías verlo antes? Pues aquí lo tienes.
—Ya lo veo.
—Llevamos nuestras marcas con orgullo. Somos supervivientes —le dice Bradwell.
Pressia sabe que a Bradwell le gustaría que fuese verdad, pero no es así, al menos para ella no.
—Voy a echar un vistazo. No me pasará nada.
Perdiz asiente y la deja ir.
La chica sube los escalones de piedra hasta llegar a la luz, pero se parapeta con las ruinas de la iglesia. Se agacha tras un trozo de un muro y mira por un lateral hacia la calle. Hay unas cuantas personas formando un círculo justo delante de la casa de la anciana. En las ventanas ya no hay rastro de la lona y la puerta de tablones ha desaparecido.
Cuando la gente se dispersa, Pressia ve allí mismo en el suelo un charco de sangre que reluce con esquirlas de cristal.
Le escuecen los ojos pero no llora. Al instante piensa que la mujer no debería haber cantado así, que debería haber parado. ?Es que no lo sabía? Y Pressia nota el cambio en su interior, de la pena a la repulsión. Odia ese cambio; sabe que está mal pero aun así no puede evitarlo. La muerte de la mujer tiene que servir de lección. Eso es todo.