—Todavía estás aquí.
?Se refiere a en la sala común de artesanía o a la institución en general? Lyda no responde. ?Por qué hacerlo? Pues claro que sigue allí, en todos los sentidos.
—Todo el mundo creía que ya te habrían hecho cantar.
—?Cantar?
—Que te habrían obligado a darles información.
—Yo no sé nada.
La chica la mira con incredulidad.
—?Saben adónde ha ido?, ?qué ha pasado? —pregunta Lyda.
—?No deberías saberlo tú?
—Yo no.
La chica se ríe.
Lyda decide ignorar la risa. La pelirroja se ha puesto a murmurar, mientras trabaja, una nana que solía cantarle a Lyda su madre: ?Brilla, brilla, estrellita…? Es de esas canciones que, en cuanto se te meten en la cabeza, no hay manera de parar de cantarlas, sobre todo si estás en aislamiento. Volvería loco a cualquiera. La pelirroja parece emocionada con la canción, piensa Lyda. Espera que no sea muy pegadiza. La chica deja de tatarear por un instante y se queda mirándola como si quisiera decirle algo pero no se atreviese. Vuelve a su tarareo.
A Lyda empieza a caerle mal la pelirroja. Se vuelve hacia la de los ojos casta?os que antes se ha reído de ella y le pregunta:
—?Qué es lo que tiene tanta gracia?
—No lo sabes, ?verdad?
Lyda sacude la cabeza.
—Dicen que ha ido fuera, hasta el final.
—?Hasta el final de dónde?
—De la Cúpula.
Sigue tejiendo. ?Fuera? ?Por qué iba a ir fuera? ?Por qué querría nadie salir? Los supervivientes del otro lado son malos, están trastornados y son unos degenerados, gente deformada que ya no es humana del todo. Ha escuchado cientos de historias horribles sobre chicas que sobrevivieron, chicas que conservaron un poco de humanidad solo para acabar violadas o comidas vivas. ?Qué le harán a Perdiz? Lo destriparán, lo hervirán y se lo zamparán.
Apenas puede respirar. Contempla las cabezas afanadas sobre las esterillas. Una chica la está mirando, pálida y sonriente. Lyda se pregunta si estará tomando medicinas que la hacen sonreír. ?Por qué si no va a sonreír nadie allí?
La pelirroja da una palmada sobre su esterilla, murmura algo y clava la mirada en Lyda, como si quisiera que le prestase atención o incluso que le dé su aprobación. Es una esterilla blanca bastante sencilla, con una franja roja en el medio. Mira inquisitiva a Lyda como diciendo ??Lo ves? ?Has visto lo que he hecho??
La chica de los ojos casta?os que tiene a su lado le susurra:
—A estas alturas ya estará muerto, probablemente. ?Quién va a sobrevivir ahí fuera? No era más que un chico de la academia. Mi novio me dijo que ni siquiera había terminado la codificación.
Perdiz. Siente que está en otro planeta, pero ?muerto? Sigue creyendo que si fuese así lo sabría. Sentiría la muerte en su interior, y no es así. Piensa en cómo la cogió por la cintura mientras bailaban, en el beso, y siente de nuevo un pellizco en la barriga, como siempre que piensa en él. No le pasaría si estuviese muerto; sentiría el temor, la pena. Pero todavía alberga ilusiones.
—Sí que podría —murmura Lyda—. Sobreviviría.
La chica ríe de nuevo.
—?Cállate! —le susurra Lyda con rotundidad, antes de volverse hacia la pelirroja y decirle también—: ?Cállate!
La pelirroja se queda paralizada.
Las otras chicas levantan la vista.
Las guardias miran hacia la mesa.
—?A trabajar, se?oritas! —les ordena una—. ?Os viene muy bien! Seguid así.
Lyda fija la mirada en las tiras de colores, que se vuelven borrosas, y con ellas su visión. Empieza a llorar pero retiene las lágrimas. No quiere que nadie la vea. ?Sigue así —se dice para sus adentros—. Sigue así.?
Pressia
Lejía
No es como Pressia se lo había imaginado: parece más un viejo hospital que una base militar. Huele a antiséptico, a demasiado limpio, como si lo hubiesen frotado con lejía. Hay cinco camastros en el cuarto, y los chicos que están tumbados en ellos no se mueven, están todos quietos. Pero no es porque estén dormidos. Llevan puestos unos uniformes verdes almidonados y esperan. Uno tiene una mano rígida cubierta con aluminio rojo, la cabeza de otro está desfigurada por piedra y hay otro que está escondido bajo la manta. Pressia sabe que ella tampoco es mucho más guapa, con su cara llena de cicatrices y su pu?o fusionado con la cabeza de mu?eca. Todavía tiene la cinta americana en la boca, las manos atadas en la espalda y lleva ropa de calle, de modo que los demás saben que es nueva. Si pudiese, cree que les preguntaría a qué están aguardando allí, aunque ?realmente querría saberlo?
Intenta quedarse quieta como el resto. Se pone a elucubrar sobre qué habrá pasado después de que Bradwell y Perdiz hayan descubierto que ha desaparecido. Quiere creer que unirán fuerzas y la buscarán, que intentarán liberarla. Sabe, sin embargo, que es imposible. Ninguno de los dos la conoce mucho. Perdiz se la encontró por casualidad, y además ya tiene una misión propia. Echa la vista atrás y se pregunta si le cae bien a Bradwell o si solo la ve como un estereotipo. Sea como sea, no importa: lo último que le oyó decir fue que si había sobrevivido era porque no se había atado a nadie. ?Intentaría ella salvarlo si los papeles se invirtieran? No tiene que pensárselo mucho: sí lo intentaría. Tiene la impresión de que el mundo, por muy horrible que sea, es un sitio mejor con Bradwell en él. Derrocha energía, tiene luz propia y está dispuesto a pelear, y, aunque no lo haga por ella, todos los del exterior necesitan su fuerza.
Piensa en su cicatriz doble y en el aleteo furioso de los pájaros de su espalda. Lo echa de menos, con un repentino dolor agudo en el pecho. No puede negarlo: quiere que él también la eche de menos y que luche por encontrarla. Odia esa sensación en el pecho, le gustaría que desapareciese, pero no remite. Tendrá que vivir con ese dolor. Es una realidad horrible, porque lo cierto es que no va a ir a buscarla. Además, los dos chicos se odian demasiado para hacer algo juntos. Sin ella, lo más probable es que se despidan rápidamente y se vaya cada uno por su lado. Se ha quedado sola.
Se ve que alguien ha hecho las camas, lo que lleva a pensar que hay una enfermera acechando en alguna parte. Pressia ha so?ado con hospitales como en el que nació: uno donde le operasen gratis la mano y al abuelo le quitasen el ventilador de la garganta. Se imagina a los dos en camas de hospital contiguas entre almohadones mullidos.
Tumbada de lado como está, puede coger la manta de lana con la mano en la espalda, pero poco más. A veces piensa en Dios e intenta rezar a santa Wi pero la cosa no cuaja; no consigue terminar la plegaria.
Las luces parpadean.
Del exterior llega el sonido de una ráfaga de disparos.